A TRAVÉS DEL ESPEJO
La dimensión cultural del viaje se difumina
con el turismo masivo y tutelado
Por J. F. Yvars
La velocidad, esa diosa suicida idolatrada
por los futuristas, ha sido sin duda la vestal alerta en la percepción contemporánea
del tiempo. El crecimiento exponencial de las posibilidades viajeras, la
práctica negación de la distancia en el transporte aéreo y la comunicación
digital, han conseguido disolver el sentimiento de extrañación y novedad que
provocaba desde siglos la experiencia del viaje: hoy el mundo es uno sometido a
matizados índices de desigualdad. Sólo la curiosidad estimula el impulso
aventurero, la búsqueda de vivencias inéditas y la recolección de rarezas
naturales y artísticas. La observación detenida de lo inusual, proponía el
apasionado coleccionista lord Arundel.
He vuelto durante estos días de ferragosto meridional a dos
libros decisivos para entender la inquietud viajera moderna en su dimensión
cultural, la única duradera, y su irreversible difuminación con el turismo
masivo, tutelado y global: L’Italia del Grand Tour, de Cesare de Seta, y el
Viaggio in Italia, de Attilio Brilli. La aventura del viaje continental prendió
con fuerza en la Inglaterra posrevolucionaria y difundió la exigencia de ver mundo
entre los pacíficos burgueses urbanos, los universitarios y los altivos
terratenientes cortesanos. Pretenciosos squires viajaban a Italia en familia o
enviaban a Florencia, Roma y Nápoles a sus hijos para completar la educación
clásica, entonces preceptiva para entrar en el engranaje imperial. La ansiedad
viajera se difundió por Europa y la península italiana, como después la España
romántica y antes la Grecia eterna dibujaron en un horizonte mítico para los
audaces peregrinos nórdicos, rusos o centroeuropeos a la zaga del sol y unas
difusas raíces culturales.
La práctica sumó clientela y se multiplicaron las profesiones y
servicios: guías, preceptores, intérpretes, médicos y lacayos, según el estrato
social y la disponibilidad financiera de cada cual, de la opulenta ostentación
de Lord Byron, veinte carruajes, a la recua de mulas del biblista Borrow. A la
mirada vigilante del aduanero se abrían baúles y valijas que disimulaban el
ajuar conyugal, una bodega en miniatura e incluso una biblioteca portátil. El
pintor galés Thomas Jones se sorprendió por la forma en que los romanos
distribuían a los visitantes: los artistas que llegaban a estudiar y valorizar
su obra; los caballeros de medio pelo, es decir, quienes muestran cierta
autonomía y elegancia, sólo gastan y contratan prestaciones, y en la cima los
milordi, los opulentos aristócratas británicos que desafían al mundo con sus
bravatas, rodeados de advenedizos y logreros: valets franceses, cocheros
bretones, criados italianos y gráciles bellezas del lugar para entretenimiento
de la tropa masculina. El orondo Gibbon, que viajaba de tutor solícito y
avispado, consideraba el viaje a Italia un imperativo moral, si el viajero
“posee la intensa e inagotable energía de cuerpo y espíritu del misionero
colonial”. Y así era: había que soportar con buen talante un tiempo moroso y
afrontar el cambio continuo de paisajes, tórridos o torrenciales; montar y
desmontar a lomos de mulas la carroza y dormir hacinado sobre paja húmeda al
azar de temibles pulgones equinos, tras una cena cuartelera y purgante. La
hazaña despertaba el ejercicio agudo de la observación, disposizione
dell’occhio, que duraba de por vida.
Goethe cruzó los Alpes en otoño de 1786. Saltó la formidable
muralla de piedra que separaba las brumas del equilibrio clásico, el país del
sol y del olvido. La ruta de San Gottardo se hace fluida en el siglo ilustrado.
De súbito, la llegada a un país mágico cuajado de valles y colinas que avanza
hasta la breve línea del mar. Bénédict de Saussure relata su experiencia de
1789: “Atravesar al paso la tierra no hollada y alcanzar las cimas umbrías. El
ascenso exige renunciar a la montura y doblarse a esfuerzos sobrehumanos:
vendavales y neblinas. El viento es un bálsamo restaurador y las breñas se
alisan para dar pie a una ladera esperanzadora: a la vista Italia.” Pero la
entrada de Goethe en Italia resulta poco olímpica: recurre a la silla adosada a
la espalda del atlético montañés que lo conduce entre un abismo rocoso a la
altiplanicie de Torbolo, donde debilitado y enfermo pregunta por las letrinas:
“Por todas partes, el campo es vuestro”, añade con sorna el guía. Ya en Roma
sube resuelto a la cúpula de San Pedro: palacios y graneros, fuentes e iglesias
suspendidos en el aire que delimitan frondosos paseos. Las colinas ariscas de
Frascati, la campiña romana y la costa lejana. En ningún lugar como en Roma,
descubre Goethe, el peregrino se siente contemporáneo al pasado remoto y
vibrante. La mirada del poeta joven embebido en la noche eterna, romántica, que
la luna romana alumbra lentamente. “Un sortilegio astral” -Goethe garabatea en el
Coliseo en penumbra- “aquella media luz que parece celeste y más hermosa que la
natural”. “Es difícil negar que las mañanas discurren tan placenteras como los
atardeceres, cuando la anfitriona coloca sobre la mesa la candela de tres
lumbres y la jarra de vino. El momento de la confidencia y del soñar con los
ojos húmedos”. El placer de la libertad. El lento retorno sin pausa ni prisa,
de las pequeñas verdades que construyen día a día la trama imprevista pero
indeleble de la memoria. Sólo ahora podemos definirnos como hombres de nuestro
tiempo, confiesa a Eckermann un Goethe emocionado. Memoria y acción.
[Fuente: www.caffereggio.net]
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