Por MARTHA ASUNCIÓN ALONSO
Hace dos años, yo daba clase en un insti de las afueras de Nantes, en un barrio de esos que los gabachos llaman “calientes”. Había aprobado mis opos no hacía mucho y me acuerdo de que tenía tantísima ilusión que me pasaba noches enteras montando secuencias molonas. Por las tardes, al salir de la última clase, todavía me quedaban ganas para irme a sacar fotos de árboles y pájaros para mis alumnos del día siguiente y de preparar tortillas y bandejas de tapas con banderitas coloreadas por mí para llevarles a clase (ya sé que está prohibido, sí).
Tenía, ya os digo, la fe intacta en el sistema francés: la escuela mítica de la igualdad, la fraternidad y los ñitos fritos que nos venden a los pobrecitos analfabestias del norte de África. [NOTA: había estudiado Filología francesa y me lo había creído todo-todito-todo].
Me acuerdo de que llevaba siempre pegamento o purpurina en los dedos de hacer collages con poemas y de que ni siquiera me hacían falta café ni gingseng ni yoga para afrontar la avalancha de los fines de trimestre.
Me acuerdo de que no fue un año fácil, porque los alumnos no eran fáciles. Nadie lo somos. Pero llegamos a conocernos. Y a querernos. Lloré mucho, mucho, pero me reí mucho también. No me he reído más en mi vida, creo. A veces, me pasaba que no sabía si reía o lloraba. Fue un año-arco iris.
Me acuerdo de que muchos de aquellos chicos ni siquiera sabían francés. Ni inglés. Ni, por supuesto, español. Se supone que yo tenía que enseñarles español. Se supone, porque resultó que tuve que hacer elecciones. Porque resultó que otros ni siquiera sabían escribir o leer. Algunos salían de centros de acogida. Algunos llevaban años de retraso en su escolarización y ahora les daba terror, vergüenza, venir al colegio. Tenías que llamarles a casa y hablarles de ti, de las canciones que te gustaban y de tu perro y de tus amigos para que se decidieran a venir. Aunque el sistema no tuviera nada previsto para ellos: el sistema no los tenía previstos, ni vistos, simplemente.
Algunas niñas tenían miedo de que las casaran, como en efecto sería. Otros vivían aterrorizados por padres exigentes y violentos que los mandarían de vuelta a África a final de año, “a ver si aprenden”. Había, sobre todo, bastantes romaníes. Vivían en caravanas sin agua en un terraplén municipal cercano y por la mañana los veía atravesar la autopista corriendo entre los coches hacia el colegio. Los mayores les daban la mano a los más pequeños. Venían más temprano que nadie para tomar una ducha en el gimnasio.
Por encima nos pasaban aviones hacia el aeropuerto de La Neustrie y el ruido no nos dejaba escucharnos. Mejor, porque al principio tampoco nos entendíamos en ningún idioma que no pasara por la mímica, los muñecos o los dibujos. Luego, un arquitecto moderno nos metió dentro de una burbuja de cristal color verde para aislarnos del ruido y entonces ya pudimos empezar a intentar pronunciarnos. Pero pasamos a no poder abrir las ventanas para respirar y en cada clase, sobre todo por las tardes, había una media de dos desmayos.
Me acuerdo de cuando yo también me mareé: los niños me hacían muchas caricias en la cara.
Me acuerdo de que se vendía droga en la puerta. Y de que siempre había movidas a la salida. Alguna vez, acompañando hasta el tranvía a niños que tenían miedo y me lo pidieron, pasé mucho miedo yo también.
Me acuerdo de cuando vino a verme una inspectora trajeada de español que no sabía hablar español. Me preguntó por qué mis alumnos (mayoría de alófonos, como ya os digo; algunos incluso sin saber leer ni escribir) no sabían formular frases correctas en subjuntivo. Me preguntó por qué mis alumnos no sabían acentuar palabras esdrújulas. Me preguntó por qué mis alumnos me abrazaban. Me recordó que yo no era la madre de mis alumnos y me recomendó que me comprara una americana para dar clase.
Mis alumnos sabían que de aquella inspección dependía mi titularización y se portaron como nunca. Me esperaron el tiempo que duró mi entrevista posterior con la inspectora (casi dos horas) en la verja del colegio. Hacía frío y al salir, cuando los vi, aunque tenía ganas de llorar, les hice el gesto de la victoria y ellos me lo devolvieron y se marcharon tranquilos, sonrientes, con el rap a tope en sus bicis.
Me acuerdo de muchísimas cosas… Momentos que me hicieron perder poco a poco la fe en Francia, que no en la enseñanza. Ojo. Ésa la guardo intacta, aunque a veces las fuerzas tiemblen y se hagan necesarios paréntesis como el de este año.
Hay un momento que destaca entre todos. Hoy me ha regresado como un bofetón, al leer estas noticias que os enlazo. Hoy creo que fue el momento decisivo. El que terminó de hacerme mayor.
Tiene que ver con María y con Ion. Dos primos romaníes de trece y quince años. A María le encantaba cuando yo me ponía pendientes de aro como los suyos y se ponía de puntillas para tocármelos. Le encantaba cuando yo le explicaba que mi abuela se llamaba como ella, y mi bisabuela, y mi hermana, y que España entera estaba llena de Marías preciosas. A Ion le encantaba cuando le felicitaba por lo bien que pronunciaba las erres. Una mañana, la policía francesa llegó al colegio en su busca. Desde la madrugada estaban desalojando el campamento en que vivían y venían en busca de los hijos para deportarlos también. La policía estaba en el patio con el director. Los veíamos por la ventana. Era la época de Sarkozy, pero bien podría haber sido hoy, en plena era del humaníiiisisisisimo socialista Hollande, como leeréis en las noticias más abajo.
Me acuerdo de que teníamos música de Chambao de fondo y poníamos en orden unas viñetas de Mortadelo. Me acuerdo de sus ojos y de su miedo. Me acuerdo de que Ion me devolvió el cuaderno cerrado y el estuche (no traían material de casa) y se quedó de pie cogiéndome el brazo, como esperando. Le devolví las cosas, los tranquilicé como pude y me senté con ellos a pintarle el disfraz de bombero a Mortadelo.
El director no dejó entrar a la policía aquel día. Le escuchamos gritar, le vimos mover los brazos a través de la burbuja verde de cristal. No les dejó entrar. La ley se lo permitía y él lo sabía y, sobre todo, era un buen hombre a punto de jubilarse, pero vivo aún.
Los dos niños estuvieron todo el día en el colegio. Me acuerdo de que los vi en el comedor, cosa rara, haciendo fila con los demás. Al pasar hacia el comedor de los profes, le pregunté a Ion qué tal estaba el taboulé de aquel día y torció la nariz, divertido.
No sé qué encontrarían en el descampado al regresar aquella tarde, o sí, pero no puedo, no quiero imaginármelo. Por la noche les preparé a María y a Ion las fichas con fotos para el día siguiente, como si nada. Tenía la esperanza de que al despertar volvería a verlos en el aula.
No fue así.
Sí. Creo que ahí fue, exactamente.
Ahí fue donde se me agotó d-e-f-i-n-i-t-i-v-a-m-e-n-t-e la fe en Francia.
[Fuente: latigoverde.tumblr.com]
Sem comentários:
Enviar um comentário