Por Maximiliano Tomas
Hace poco leí una declaración con la que no podría estar más de acuerdo. Decía algo así como que escribir, mal que bien, puede escribir cualquiera. Pero que el oficio de traductor estaba reservado para pocos, porque para ser un buen traductor no alcanza con saber escribir: hay que ser, primero, un gran lector, y además un profesional dedicado, abnegado, paciente, culto, talentoso, inteligente y sensible. Y a pesar de todos estos requisitos y por alguna misteriosa razón, al menos en la Argentina de hoy, el oficio de traductor está subvalorado (y es uno de los peor pagos de toda la industria editorial). Así nos va a todos nosotros como lectores, y desde hace décadas nos conformamos con las versiones castizas de las novelas y los cuentos que nos llegan no ya de autores rusos o japoneses, sino también de idiomas con los que estamos más familiarizados, como el italiano o el inglés. Lo sabemos: hubo un tiempo en que en la Argentina se traducía mucho y bien (digamos hasta principios de la década del 70: Borges, Ocampo, Bernárdez, Cortázar, Bianco, Pezzoni, Walsh), pero esos tiempos quedaron muy, muy atrás. Ahora, como dice el poeta (y traductor) Guillermo Piro, nos tenemos que acostumbrar a leer libros hechos por españoles que ni siquiera están traducidos para España sino, al parecer, para la calle periférica de un barrio desconocido de las afueras de Madrid.
No es un problema nuevo, pero no por eso deja de ser central (muy de a poco las cosas van cambiando, gracias a algunas editoriales independientes que están volviendo a encargar traducciones locales). Puede advertirse ya la degradación del oficio, aunque no sea el conflicto central del libro, en la novela El traductor, reeditada hace algunos meses por Eterna Cadencia y publicada por primera vez en 1998. El libro (una de esas novelas casi extraterrestres que por fortuna brotan cada tanto en la literatura argentina, y le otorgan buena parte de su fuerza y singularidad, como pueden ser Plop, Las islas o El desierto y su semilla) llega de nuevo a los lectores precedido por su mito, y por la trágica historia de su autor, el periodista, psicólogo y traductor Salvador Benesdra. Nacido en 1952 y docente de epistemología genética, Benesdra dominaba seis idiomas además del castellano y había empezado a estudiar el séptimo (japonés) al momento de tirarse de un décimo piso, el 2 de enero de 1996. A pesar de haber sido finalista del Premio Planeta, Benesdra, que había sufrido brotes psicóticos, jamás llegó a ver su novela (una oscura historia de amor, sexo y frustraciones amorosas y laborales de más de seiscientas páginas, que puede ser leída como una despiadada crítica al clima de exitismo y miseria imperante en la década del 90) publicada.
Ricardo Zevi, el protagonista del libro, sufre como traductor de libros en una empresa “progresista” que lo explota como si estuviera empleado en un gulag. Un lugar donde es utilizado, ignorado y maltratado, y con el tiempo reemplazado por una chica recién salida del secundario, que “había hecho toda la escolaridad en inglés”. Luego de caer en la cuenta de la trampa que la editorial Turba le había tendido (“¡De modo que yo le tenía que enseñar a traducir desde cero a quien la empresa había elegido para reemplazarme! Esto debe sentir una empleada que depende vitalmente de un trabajo cuando el jefe la obliga a acostarse con él”), Zevi mantiene un diálogo inolvidable con Celeste, en el que Benesdra aprovecha para ajustar cuentas con los traductores improvisados: “Además están todas las trampas de la falsa similitud, que entre lenguas romances son fatales. ¿Sabés cuántos chantas traducen el pois nao brasileño ‘pues no’, aunque es exactamente lo contrario, o el stare stanco italiano por ‘estar estancado’, en lugar de ‘estar cansado’? En francés tenés de esas trampas a carradas. Te juro que en una novela he leído cómo un personaje se apoyaba sobre su ‘orejero’, en lugar de su almohada, porque el tipo que lo tradujo se consideró suficientemente intuitivo para no necesitar consultar oreiller en un diccionario”.
La novela de Benesdra es mucho más compleja, de todas maneras, que lo que parece en esta síntesis. Sobre todo porque gira alrededor del amor que este traductor de izquierdas cultiva, con desesperación, por una chica evangelista que conoce de casualidad, y a la que intenta satisfacer sexualmente sin éxito a pesar de probar todos los métodos imaginables (incluso, o sobre todo, obligarla a prostituirse y mantenerlo con el fruto de esas transacciones). El traductor es un libro oscuro, intenso y agotador que, quedó dicho, parece salido de la nada. Pero que por su potencia y excepcionalidad está condenado a ocupar un lugar a la vez periférico y central en la literatura argentina.
[Fuente: www.tomashotel.com.ar]
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