De la misma manera que la comunicación se ha democratizado a través de internet y las redes sociales, también lo ha hecho la censura.
Escrito por Daniel Gascón
El concepto de
censura jurídicamente es pobre y en el uso corriente puede significar casi
cualquier cosa. Las peores formas de censura son las de siempre: las que
ejercen el poder político y religioso. En numerosos países los artistas y los
periodistas sufren formas de censura que les pueden costar la libertad o la
vida. En la mayoría de las democracias occidentales la amenaza es más leve.
Pero los cambios de nuestra esfera comunicativa también han generado nuevos
procedimientos censores y conviven con una transformación de la actitud y
figura del censor.
A algunos de ellos
los podríamos llamar la censura de la sociedad civil. No es una formulación
frecuente, porque tendemos a asociar la sociedad civil con fenómenos positivos
y la censura no nos lo parece (al menos todavía). O, por decirlo con otra
expresión con connotaciones favorecedoras: de la misma manera que la
comunicación se ha democratizado a través de internet y las redes sociales,
también lo ha hecho la censura. Los partidos lo usan para la guerra cultural.
En Estados Unidos
la American Library Association’s Office for Intellectual Freedom documentó que
4,240 libros fueron objeto de censura en 2023, principalmente en colegios y en
bibliotecas públicas. Las cifras de los primeros meses de 2024 eran algo más
bajas pero también impresionan: entre enero y el 31 de agosto, se detectaron
414 intentos de censurar materiales y servicios bibliotecarios (sobre 1,128
títulos únicos). Las cifras siguen siendo superiores a las anteriores a 2020.
Según los datos de la asociación relativos a 2023, el aumento se debía a
peticiones de grupos e individuos que pedían la censura de múltiples
títulos, a veces docenas o centenares a la vez. El 47% de los títulos cuya censura
se demandaba eran los que mostraban la voz o experiencias de individuos
LGBTQIA+ y de minorías raciales.
Para el profesor de Derecho Constitucional Víctor
J. Vázquez, autor del iluminador La libertad del artista (Athenaica), a diferencia de lo que
ha ocurrido en otros momentos desde el comienzo del liberalismo, ahora los
censores se muestran orgullosos de serlo. “Dentro del propio sistema cultural
del arte, la censura moralista ha dejado de ser un tabú, algo que esconder o de
lo que avergonzarse. Muchos artistas son conscientes de que no podrían hacer
hoy lo que hicieron, por ejemplo, en los ochenta, no porque las leyes se lo
prohíban, sino por la propia reacción social y gremial a la que tendrían que
enfrentarse”. Una parte, a su juicio, tiene que ver con un cambio cultural: en
nuestras sociedades, en principio liberales, se extiende poco a poco la idea de
que hay un derecho a no sentirse ofendido. Se han reactivado tipos penales que
creíamos destinados a desaparecer, y a la vez se ha extendido la categoría del
discurso del odio: “desvinculado de su razón de ser originaria, la protección
de las minorías, se ha convertido en un argumento válido para silenciar
expresiones, también artísticas, que nos resultan simplemente ofensivas, sin
que en ningún caso pueda demostrarse que realmente exista una provocación o
nexo causal con hechos delictivos”, sostiene Vázquez.
Otra de las áreas, que a veces se llama censura
sin serlo exactamente, es la relación entre lo público y la expresión
artística, con frecuencia intensificada por las guerras culturales. En el momento
en que hay un sostén público, se tiende a defender más unos valores que otros.
En palabras de Víctor J. Vázquez, “el Estado puede permitirlo todo, pero no
puede subvencionarlo todo”. Vázquez defiende la idea de un foro público, donde
la labor del Estado sería establecer un espacio público para la libertad de
expresión, manteniendo una obligación de neutralidad.
Las restricciones exigidas por grupos de presión
ofendidos, que suelen escudarse en la necesidad de proteger a los débiles de lo
traumático o la corrupción moral, conviven bien con el capitalismo: las
empresas temen por los costes reputacionales. Los requisitos de diversidad de
las películas de Hollywood se parecen antes que nada al Motion Picture
Production Code, y pueden rechazarse con el mismo procedimiento que
empleó Theodor Adorno con el Código Hays: podría hacerse una buena película que
cumpliera esas normas, a condición de que no existiera ese código. Los lectores
de sensibilidad, más comunes en el mundo anglosajón, son un fenómeno parecido:
la industria incorpora los mecanismos de la censura, para evitar ofender (y no
perder dinero). Esto lo vemos también en la versión suavizada de los relatos de
Roald Dahl impulsada por los herederos, en polémicas porque obras de otro
tiempo no muestran valores coincidentes con los que en teoría tenemos esta
semana o en el paisaje un tanto deprimente de buena parte de la literatura
infantil que vemos en cualquier librería, donde todos los lobos son buenos.
Esto tiene que ver también con una visión
empobrecedora –analizada por Robert Hughes en La cultura de la
queja y por David Rieff en Desire and Fate– que considera que el arte bueno es el
que tiene buenas intenciones, porque su función central, la que lo justifica,
es terapéutica.
A menudo los defensores de esa sensibilidad
y diversidad caen en los estereotipos que pretenden evitar: lo satiriza bien
Nina Lykke en No hemos venido a divertirnos, donde un escritor noruego escribe la
historia que le cuenta un conocido pakistaní y la angustiada editorial le da a
leer la novela a un empleado de Sri Lanka para que haga de “lector de
sensibilidad”. En Persuasion, Elizabeth Kaye Cook y Melanie Jennings han contado su experiencia como editoras en una pequeña
revista, Crab Creek Review, a partir de un relato sobre el Llanero Solitario
que les acabó costando el puesto. “La cultura actual de censura en las
revistas literarias limita las carreras de los escritores”. Entrevistaron a una
docena de autores cuya obra había sido retirada por una “variedad de ofensas:
personales, políticas, percibidas e inventadas”.
Y, de manera más crucial, se olvida el elemento
estético y se niega el valor de la imaginación: no necesariamente, o no solo,
la que puede imaginar tramas y argumentos, sino la imaginación que te intenta
acercar a lo que piensan y sienten quienes son diferentes a ti. Eso empequeñece
la literatura y la condena a la irrelevancia.
Los estudiosos de la
censura en los países totalitarios señalan que muchas veces el Estado no tenía
que estar presente o intervenir mucho. Buena parte del miedo es casi social: el
temor a caer peor a tus compañeros, a quedarte solo. Esto es todavía más claro
en las democracias liberales, donde las otras amenazas son menores. Muchas
veces el peor censor que tenemos que combatir vive dentro de nosotros y a
menudo se disfraza de crítico literario, de relaciones públicas o consejero
desinteresado. ~
[Fuente: www.letraslibres.com]
Sem comentários:
Enviar um comentário