Tras su aprobación inicial en la Knéset, el proyecto de ley israelí que habilita la pena de muerte para casos de «terrorismo» ha desatado una crisis de alcance global. La iniciativa, promovida por el partido de ultraderecha Fuerza Judía y respaldada por el gobierno de Netanyahu, no solo ha sido condenada por organizaciones humanitarias: representa una triple fractura. Vulnera el principio elemental de legalidad al permitir su aplicación retroactiva; consagra una definición tan vaga de «terrorista» que institucionaliza la arbitrariedad; y traiciona el sustrato de misericordia común al judaísmo, cristianismo e islam. Nacida del calor vindicativo tras los ataques del 7-O, esta ley –advierten juristas internacionales– no traerá seguridad, sino una espiral de dolor que comprometerá el legado de Israel. En este escenario, la conciencia de los jueces se erige como la última trinchera para defender no solo el Estado de derecho, sino la humanidad compartida.
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Escrito por Ángel Sanz Montes
Israel: Itamar Ben Gvir logra la aprobación, en primera lectura, de su ley de pena de muerte para “terroristas”
En un movimiento que ha intensificado las alarmas internacionales, la coalición de gobierno israelí liderada por Benjamín Netanyahu, bajo el impulso del partido Poder Judío de su ministro de Seguridad Nacional, Itamar Ben Gvir, ha dado un paso concreto para materializar una de sus políticas más controvertidas.
Este pasado lunes, 10 de noviembre, el pleno de la Knéset (el Parlamento de Israel) aprobó en primera lectura el Proyecto de Ley que facilita la imposición de la pena de muerte contra palestinos acusados de «terrorismo». Esta iniciativa no es solo una escalada retórica, sino un avance legislativo tangible que se encamina hacia su promulgación, y que se asienta sobre dos pilares profundamente preocupantes. En primer lugar, su potencial aplicación retroactiva vulnera el principio universal de legalidad, retrocediendo a una concepción premoderna del derecho donde no rige la seguridad jurídica. En segundo lugar está la cuestionable ambigüedad deliberada de su redacción, al definir como «terrorista»: a quien actúe con «intención de dañar al Estado». Redacción interpretable que la convierte en un arma de arbitrariedad política, capaz de criminalizar amplios espectros de disidencia.
Pero quizás lo más paradójico es que traiciona el sustrato ético de las tres grandes tradiciones abrahámicas en su sentido más amplio. Se muestra más inflexible que la rigurosa justicia procesal del judaísmo rabínico, ignora el mandato de misericordia y perdón que constituye el corazón de la tradición cristiana, y desprecia los complejos mecanismos de reparación y clemencia desarrollados por la tradición islámica. Al hacerlo, no solo viola preceptos religiosos, sino que pisotea siglos de reflexión filosófica y humanista contenida en estas tradiciones.
Nacida del miedo y la sed de venganza, esta ley no aportará seguridad, sino que ahondará las heridas y comprometerá el legado de Israel. En este sombrío escenario, la última barrera será la conciencia de los jueces, llamados a un acto de objeción que defienda no solo el derecho, sino la humanidad compartida.
Un umbral peligroso para la propia Israel
La Knéset israelí ha cruzado un umbral que muchos esperaban que permaneciera cerrado para siempre. La aprobación, solo fue en su primera lectura. Es un terremoto jurídico y ético que sacude los cimientos de los sistemas legales más respetados del mundo, desde Roma hasta el common law anglosajón, pasando por la tradición continental y los principios más elevados de la justicia islámica.
Sin embargo, la dinámica política actual no augura que el proyecto vaya a ser rechazado en las próximas votaciones. Por el contrario, todo indica un camino despejado hacia su promulgación. Esto plantea una pregunta abismal: ¿Introducir la muerte administrativa y judicial mejora realmente la seguridad o la moral de una sociedad ya traumatizada por la muerte?
En una tierra donde la muerte ya es un resultado cotidiano, infligida en atentados, operaciones militares y cohetes, institucionalizarla desde el Estado no parece una solución, sino la consagración de un ciclo de venganza. Cuando la ley se escribe con la tinta del rencor, deja de ser un faro de justicia para convertirse en un instrumento más de opresión. Y ese es un umbral del que, una vez traspasado, es muy difícil regresar.
El pecado original de la ley: la retroactividad y la traición al Principio de Legalidad
El aspecto más alarmante de esta ley es su posible aplicación retroactiva. Este concepto choca frontalmente con uno de los pilares más sagrados del derecho moderno, heredado directamente del Derecho Romano: «Nullum crimen, nulla poena sine praevia lege» (No hay crimen, ni pena, sin una ley previa).
- Derecho Romano y Continental: Este principio, consagrado en las constituciones de Europa y América Latina y en tratados internacionales como la Convención de Ginebra y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, es la piedra angular de la justicia. Garantiza que un individuo no puede ser castigado por un acto que, en el momento de cometerse, no estaba tipificado como delito o no conllevaba una pena tan severa. La razón es profundamente humana: la ley debe ser predecible. Un ciudadano debe poder conocer las consecuencias de sus actos antes de cometerlos. Juzgar y ejecutar a alguien por una ley que no existía entonces es una injusticia manifiesta; es cambiar las reglas del juego después de que se ha jugado.
- Common Law Anglosajón: En el mundo anglo, la prohibición de las leyes ex post facto está igualmente arraigada. La Constitución de los Estados Unidos (Artículo I, Secciones 9 y 10) lo prohíbe expresamente. La justicia no puede ser una sorpresa. Un juez formado en esta tradición vería con horror cómo se pretende castigar a una persona por un delito que, en el momento de su comisión, no estaba sancionado con la muerte.
La ambigüedad letal: «dañar al Estado de Israel»
La ley se centra en «terroristas» que actúan «con la intención de dañar al Estado de Israel». Esta definición es tan elástica que puede englobar casi cualquier acto de resistencia, incluida la legítima defensa frente a la ocupación en el derecho internacional. ¿Dónde se traza la línea? ¿Una piedra lanzada por un adolescente en una protesta? ¿La pertenencia a un grupo político catalogado como «terrorista»?
Esta vaguedad deliberada en lo que conocemos de esta ley la convierte en un arma política, o corre ese riesgo de ser instrumental y no en una herramienta de justicia. Un análisis jurídico riguroso exige examinar la tipificación concreta del delito, así como los atenuantes, agravantes y eximentes que cualquier ley bien redactada debe contemplar. Sin embargo, es precisamente la ambigüedad de su formulación y, especialmente en conceptos subjetivos como “la intención de dañar al Estado de Israel”, lo que impide un escrutinio claro y la convierte en una herramienta maleable para el poder.
Análisis jurídico: cuando la ley se escribe con la tinta de la venganza y no busca la reparación
El verdadero carácter de una norma a menudo se revela en su Exposición de Motivos. Máxime si es brújula interpretativa en Derecho Penal, pero prevalece un lenguaje de venganza en la forma de la fría ecuación «una vida por otra»; sobre los principios de la justicia procedural y sobre el objetivo restaurativo de reparar el daño, se confirmará que nos enfrentamos a un profundo retroceso.
Todo apunta que se está gestando una ley que elige la aniquilación del ofensor como fin último, incluso en el supuesto de que la pérdida de vidas pueda atribuírsele legalmente, no repara el dolor de las víctimas ni restaura el orden social; lo clausura. Al hacerlo, pervierte la esencia misma del derecho, que es la certeza, la equidad y la búsqueda de una recomposición, por imperfecta que sea.
Este retroceso se agrava cuando la ley nace de un contexto epocal concreto de «legislar en caliente» —en este caso, impulsada por la conmoción y la ira tras los ataques del 7 de octubre de 2023—. Una exposición de motivos anclada en el trauma del momento y en la urgencia política es una base frágil y peligrosa. En lugar de crear un marco jurídico sólido y perdurable inspirado en el principio de reparación, genera un instrumento rígido y reactivo cuyo veredicto final es la muerte. Esta respuesta, lejos de cualquier ideal restaurativo, no sana las heridas de la sociedad; consagra la violencia como el único lenguaje posible de la justicia.
Esta falta de visión prospectiva plantea un grave problema de vigencia: ¿Qué ocurrirá cuando los contextos cambien? Una ley cuyos motivos se agotan en una circunstancia específica se vuelve rápidamente obsoleta, incapaz de adaptarse a nuevas realidades. ¿Permitirá su redacción ambigua y oportunista el desarrollo de una nueva doctrina jurisprudencial que la adecúe a los tiempos? O, por el contrario, ¿su rigidez e inequidad inherentes la condenarán a la necesidad de una reforma urgente o, directamente, a su abolición?
La respuesta parece inclinarse hacia lo último. Demasiada ambigüedad y oportunismo, y muy poco espacio para la mejor costumbre legislativa, aquella que persigue con ecuanimidad la reparación del daño y la administración de una justicia serena, no condicionada por el calor de los acontecimientos.
En el Derecho Internacional Humanitario los conceptos deben estar estrictamente definidos para evitar abusos. El derecho a un juicio justo, incluido en el artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, exige que los cargos sean claros y específicos. Una definición tan amplia como esta viola ese derecho fundamental y abre la puerta a la arbitrariedad y la persecución.
La “justicia de aplicación retroactiva”: cuando un Estado moderno abandona la sabiduría de sus propias tradiciones y la razón religiosa y civil
Tal como nos llega este borrador de “Nueva Ley Israelí reguladora de la Pena de Muerte” es un regreso al ‘ojo por ojo’. Ignora siglos de evolución ética judeocristiana y también del islam en su raíz más pura. ´
Resulta paradójico que, desde una perspectiva simplista, se asocie el mundo árabe-musulmán con la dureza penal, cuando la tradición islámica (Sharia) contiene salvaguardas de una elevada humanidad que esta ley israelí ignora por completo.
Desde el prisma de las tradiciones religiosas que comparten una raíz abrahámica, como son el judaísmo, el cristianismo y el islam. Al observar esta ley la contradicción se vuelve aún más profunda. Lejos de reflejar los principios más elevados de esta herencia común, la ley parece fundamentarse en una lectura selectiva y arcaica de la misma. Hay que mirar hacia el futuro incluso al legislar. O sobre todo.
En el judaísmo, la fuente de autoridad para el Estado de Israel, la vida es sagrada por ser un don de Dios (Yesod Nefesh). Si bien la Torá menciona la pena de muerte, los rabinos del Talmud la rodearon de tal cantidad de restricciones procesales –requiriendo dos testigos presenciales que advirtieran al acusado de la pena exacta, y un veredicto unánime– que su aplicación efectiva se volvió virtualmente imposible. El Talmud llega a afirmar que un tribunal que ejecuta a una persona una vez cada setenta años es considerado «destructivo». La tradición enfatiza la justicia procedural por encima del castigo sumario, y conceptos como Teshuvá (arrepentimiento y retorno) sugieren que la redención es siempre una posibilidad divina que el ser humano no debe cerrar prematuramente.
Por su parte, el cristianismo, surgido del tronco judío, radicalizó la misericordia. Las enseñanzas de Jesús en el Sermón de la Montaña («Amad a vuestros enemigos») y su intervención en la historia de la mujer adúltera («Aquel que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra») constituyen una crítica directa a la justicia retributiva. El mensaje central desplaza la venganza hacia el perdón y la transformación del corazón, priorizando la rehabilitación del pecador sobre su aniquilación.
Por tanto, esta ley no solo se muestra más inflexible que la justicia islámica, sino que traiciona los desarrollos más humanistas de su propia tradición religiosa fundacional. Al institucionalizar la pena de muerte de manera expedita y dirigida, opta por una versión arcaica y severa del «ojo por ojo», ignorando siglos de interpretación rabínica que buscaron limitarla y de filosofía cristiana que abogó por superarla. En nombre de una seguridad terrenal, se aleja de un principio que las tres religiones del libro sostienen: que la justicia última pertenece a Dios, y que la justicia humana, falible por naturaleza, debe inclinarse siempre por la preservación de la vida y la posibilidad de la redención.
El juez ante su conciencia: el deber de la objeción
Desde una vocación humanista universalista y de respeto máximo por la vida humana. En este sombrío panorama, si se aprueba un texto legal semejante, la última línea de defensa que queda es la conciencia individual del juez o magistrado. Un jurista con un mínimo de decencia, formado en cualquiera de las tradiciones mencionadas, se enfrenta a un dilema moral y profesional insoslayable.
¿Puede, en conciencia, aplicar una ley que es, si ordenamos sus motivos de cuestionabilidad de mayor a menor?:
- Retroactiva, violando el principio de legalidad.
- Ambigua, facilitando su uso arbitrario.
- Inhumana, al eliminar la proporcionalidad y la posibilidad de redención.
- Creada en un contexto de pasión colectiva, donde la venganza (lex talionis) se disfraza de justicia?
La respuesta, para un juez íntegro, debería ser la objeción. Puede y debe declararse incompetente, alegar un conflicto de conciencia, o simplemente negarse a aplicarla basándose en su incompatibilidad con los principios superiores del derecho israelí e internacional. Los tribunales israelíes tienen una tradición de independencia. Es el momento de que los jueces demuestren que su lealtad es a la Justicia, con mayúsculas, no a una ley injusta.
Conclusión: la ley que no debe llegar a ser
«Esta ley representa más que una política controvertida. Es el síntoma de una sociedad que, en su dolor y miedo, está dispuesta a sacrificar su alma jurídica. En un acto de autoanulación legal, traiciona la herencia de Roma, desprecia las garantías del common law, ignora las protecciones del derecho continental y, como se ha visto, se muestra incluso más cruel que los principios de misericordia presentes en la justicia islámica. Con ello, infringe un principio ético que trasciende todas las fronteras y que constituye la base de toda convivencia civilizada: la regla de oro de la reciprocidad.
Ya sea formulado en su versión negativa —‘No hagas a los demás lo que no quieras que te hagan a ti’, un principio encontrado en el judaísmo (Tobías 4:15) y en muchas otras tradiciones— o en su versión positiva —‘Amarás a tu prójimo como a ti mismo’ (Levítico 19:18)—, este mandato universal exige coherencia. Una justicia que se pretenda legítima no puede construir un sistema penal para el ‘otro’ que consideraría una aberración y una injusticia si se aplicara a los propios. Al hacerlo, no solo se vulnera el derecho internacional, sino que se quebranta la esencia misma de la equidad que da sentido a la ley.»
“No hay acto justificado de violencia.La violencia, cualquiera sea su forma, retorna sobre quien la ejerce.”— Silo, El Mensaje de Silo (La Mirada Interna)
Erigir la pena de muerte sobre los cimientos movedizos de la retroactividad y la ambigüedad no traerá seguridad ni paz y nada repara. Solo sembrará más dolor, legitimará la venganza y manchará la historia de Israel con un capítulo que las generaciones futuras, con toda seguridad, juzgarán con severidad. Algo está profundamente mal. Y en nombre de la humanidad compartida y de la Justicia Universal (concepto que está pasando de difuso lugar común a sentimiento fuerte y propósito claro), debe decirse con claridad.
Fuentes:
[(Imagen de AI GROK Image - reproducido en www.pressenza.com]

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