Futurista en estética, comunista, periodista y escritor popular, Pablo de Rokha fue el primer poeta “telúrico” de Chile. Antinerudiano, acusado de machista y hasta de traficante de arte, su mala fama dejó en segundo plano su obra, cuyo poder lírico es necesario revalorar.
Escrito por Christopher Domínguez Michael
Para entender la bien ganada fama de Chile como el más belicoso de los países literarios, el conocimiento de la figura de Pablo de Rokha (1894-1968) es imprescindible, porque es un poeta que viaja poco más allá de la cordillera, a diferencia de sus archirrivales Vicente Huidobro (1893-1948) y Pablo Neruda (1904-1973). Para llegar a la crónica biográfica de Álvaro Bisama –uno de los narradores chilenos contemporáneos más interesantes– hube de leer, primero, la poesía de De Rokha, advertido por Humberto Díaz Casanueva de que me enfrentaría yo al autor –al mismo tiempo– “de los versos más hermosos de la poesía chilena y también algunos de sus versos más malos y vulgares”.
Quien nació como
Carlos Ignacio Díaz Loyola en Licantén, en la provincia de Curicó en el centro
de aquella franja andina, va más allá de esa definición apenas justa. De Los gemidos (1922)
a Canto del macho anciano (1961), pasando por la Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile (1949), leemos, junto a Gabriela Mistral
(1889-1957) al primer poeta “telúrico” de Chile, aunque lo que en ella fue
economía de medios, en De Rokha fue exceso ingobernable. De haberlo leído, el
conde de Keyserling –quien popularizó “el telurismo americano” como muestra
prehistórica de lo “increado” en sus Meditaciones suramericanas (1931)– se habría sentido confirmado
por un poeta criollo capaz de caer de una línea asombrosa (“Asada, la castaña
da gran intimidad heroica a la chimenea, / rememora las cacerías de torcazas y
el grito del zorro del tiempo en / la quebrada acuchillada por la tempestad”) a
otra que revela la elevada autoestima del revolucionario (“Sabemos que tenemos
el coraje de los asesinados y los crucificados por ideas”) o inclusive alertar
a sus camaradas en verso contra “la agonía de la burguesía”, a la cual
“corresponde esta gran protesta / social de la poesía revolucionaria”…
De la tragedia a la comedia transcurren vida y obra
de De Rokha. Antes que él, se suicidaron sus hijos Carlos (poeta suicida con
leyenda propia) y Pablo. Y lo hicieron, al parecer, con el mismo revólver
regalado al progenitor por sus amigos mexicanos, el general Lázaro Cárdenas y
el muralista David Alfaro Siqueiros, de quienes no podía sino esperarse la
generosidad de poner a disposición del poeta chileno su bien munido arsenal. El
drama familiar lo completa Winétt de Rokha (1894-1951), madre y esposa.
Fallecida de cáncer, también fue poeta y en su tiempo fue considerada rival, y
no solo musa, de su marido.
La bronca a tres bandas entre los poetas fue bien reseñada por Faride Zerán (La guerrilla literaria. Pablo de Rokha, Vicente Huidobro, Pablo Neruda) y quedó inmortalizada cuando, en la presentación editorial de aquel reportaje, Volodia Teitelboim –invitado como representante del frente nerudista– sufrió de un síncope que interrumpió el acto al cual también concurrían el hijo de Huidobro y el nieto de De Rokha. De la lectura de Zerán –y hasta del incidente final– se desprende un cansino tufo a picaresca: grandes poetas dedicados a pleitos menudos y estridentes, un melodrama de pueblo chico/infierno grande, donde se dirimen la endogamia (que si fulano pretendió casarse con la sobrina de perengano) y la política: los tres fueron comunistas, aunque el único bendecido con la denominación de origen del Partido Comunista de Chile haya sido Neruda, niño mimado del aparato. Sin embargo, en cuanto a las diferencias estéticas, nos quedamos hambrientos. La virulencia antinerudiana de De Rokha, en los artículos de 1934-1935 recogidos por Zerán, solo expresa, a toro pasado, su especioso resentimiento, agregando algún dardo que dio en el blanco –como el facilismo sentimental de Veinte poemas de amor y una canción desesperada–, mientras resalta la refutación elegantísima de Huidobro a las falacias ignaras de De Rokha. Y contaminado por su enemigo, Neruda, en su poema en legítima defensa –publicado en París hasta 1938–, muestra –también– al peor Neruda: “Mientras Alberti lucha, / González Tuñón lucha, / Aragon lucha, / los hediondos disfrazados / corren detrás de la literatura / echando sangre de parto maldito, / echando abecedarios y pescados vinagres; / diciendo: acusemos a aquel / y así llegaremos a creer que somos genios…”
Acaso lo más odioso de la riña sea la competencia por
saber quién representaba mejor a la causa proletaria del pueblo de Chile:
lanzándose hoces, coces y martillos, los poetas nos recuerdan –sin nada
parecido al ingenio de Francisco de Quevedo aunque como esgrimista De Rokha
fuera el más afilado– el clima propio del linchamiento totalitario, que para
desgracia nuestra –en Chile, pero también en México– se asoma otra vez, en la
actualidad y travestido de populismo en la voz de intelectuales otra vez
autoproclamados orgánicos.
Mala
lengua. Un retrato de Pablo de Rokha, de Bisama, ofrece
certidumbre y entendimiento. Si el comienzo no es muy generoso con el lector
extranjero poco familiarizado con el novecientos chileno, una era que nada tuvo
de “bella época”, si bien entiendo, Bisama (Valparaíso, 1975) va acercándose
con perspicacia a la personalidad de De Rokha, quien fue empresario agrícola
fracasado por exceso de celo en el mecenazgo, bohemio y padre de familia,
futurista en estética y comunista cuando el pan cotidiano no hacía necesaria la
amistad con políticos conservadores, periodista y poeta popular que recorría
Chile vendiendo personalmente sus libros, un verdadero naródnik en busca de los campesinos.
A De Rokha “la literatura lo salva y la literatura
lo hunde”. Tras seis años en el seminario, conoce al literato
Joaquín Edwards Bello (1887-1968), a quien le perdonará, a veces sí y otras no,
como a Huidobro, su origen patricio. Pero esos son los resquemores de un hombre
orgulloso, a su vez, de una rancia estirpe castellana llamada a nutrir su alma
popular. Su poesía, en cualquier caso, es inconcebible sin el énfasis cósmico
de Walt Whitman y con algo (pero no demasiado) de Tommaso Marinetti. Alonso de
Ercilla y su Araucana aparecen
como mar de fondo, aunque el sibaritismo de esteta tragón y el oído tan
generoso de De Rokha sean, como todo aquello en verdad original, de origen
misterioso.
A diferencia de su odiado Neruda, De Rokha se escapó
rápido de Rubén Darío y de su heredad; es un poeta aparecido, epocalmente,
gracias al modernismo, pero sus raíces son más lejanas: quizá Garcilaso de la
Vega antes que Luis de Góngora. A la antología y luego historia (premodernista
y antimodernista) de la poesía hispano-americana (1893 y 1911), publicada por
Marcelino Menéndez Pelayo para festejar el cuarto centenario del descubrimiento
de América (lo del “encuentro de dos mundos” lo inventó, por cierto, el liberal
Salvador de Madariaga tiempo después), Bisama opone con justicia Selva lírica (1917), su réplica chilena.
Allí destaca De Rokha por primera vez, al lado de Mistral (la más cercana en
espíritu a De Rokha y quien se cuidó de las pendencias políticas de sus
contemporáneos varones) y de Huidobro.
Bisama se emociona con “la bohemia del piojo sublime
del romanticismo” sufrida y vindicada por De Rokha y lo presenta en Mala lengua “acabado” a los veinte años, es decir,
consumido por las consecuencias telúricas de Los gemidos, una epopeya
que arranca con los pueblos antiguos y aspira a hacer surgir a la galaxia
entera, empezando con Satanás y Moisés, de la garganta del poeta. Los enemigos
de su osadía (o de su odisea) serán los mismos desde el principio, con Alone
(el crítico Hernán Díaz Arrieta, afrancesado conservador que validará a
Neruda), siguiendo con académicos como Raúl Silva Castro y todo el parnaso
local. Si De Rokha aterra es porque, tal como lo entiende a la perfección
Bisama, en los años veinte del siglo pasado, no hay “distinción entre política
y vanguardia”. Antes que Stalin y Maksim Gorki pongan orden con el
realismo socialista, el calumniado “bolchevismo cultural” es una aventura del
temperamento cuyo culmen estará en la celebradísima consigna bretoniana que
hizo de Marx y Rimbaud el yin y el yang de los revolucionarios modernos.
Tan pronto como el joven de Temuco alaba Los gemidos, empieza la batalla secular entre De Rokha y
Neruda, que alcanzará las primeras planas de los periódicos. El pleito huele
muy mal porque enfrenta al discípulo tornado en maestro y viceversa. Bisama
ofrece todas las probabilidades anecdóticas del conflicto entre ambos poetas,
pero, más allá del chisme, importa insistir en la simultánea “estetización de
la política” y “politización de la estética”, bien detectadas en su día por
Walter Benjamin. Así era Chile, infierno de la vanguardia, y así era ese mundo
entero tan remoto.
Si De Rokha, acompañado de un puñado de fieles, vive como jefe de secta, el Canto general de Neruda, de 1950, escrito desde Los gemidos y contra aquel libro, será la biblia de un partido, a la vez comunista y nerudiano. En pelea a muerte (todas las suyas lo son) con Jesucristo y con el capitalismo internacional, De Rokha, aunque cultivó indecorosamente la poesía maoísta en la última época de su vida, habría sido más feliz asumiéndose como anarquista. Pero estaba demasiado enamorado de una jerarquía casi celeste que comenzaba con él mismo como para sobrellevar –egoísta, soberbio– la solitaria acracia y está urgido –dice Bisama– del respaldo escriturístico del marxismo-leninismo-estalinismo (“De Rokha siempre será comunista aunque nadie lo quiera allí”), mientras que ser comunista para Huidobro fue una boutade y para Neruda, una verdadera política del espíritu. En el fondo, leemos en Mala lengua, la vanidad no ciega a De Rokha. Al patriarca fundador, Huidobro –a quien lo une algo parecido a la amistad–, no lo puede negar; Neruda es dueño del universo poético tras la Guerra Civil española y los innumerables aciertos rokhianos, su rabiosa originalidad, no le dan para emular a su admirado César Vallejo. ¿Qué queda? Lo dice Bisama: “la literatura chilena es una tradición secreta que De Rokha va inventando mientras avanza. Esa literatura existe en la medida en que él la descubre, es una literatura de poetas solitarios, de autores secretos, de periodistas, profesores y perdidos. En ella, Pablo flota en los recuerdos ajenos al modo de una historia familiar; se vuelve parte de un cuento que se narra en medio de una borrachera, y eso queda atesorado en la memoria de los otros como la crónica de una visita de una celebridad tan exótica como cercana”.
Así va transcurriendo la vida, según leemos en Mala lengua, de un “profesor de estética incendiario, un vendedor viajero que muchas veces toma la forma de un pícaro, un embaucador de provincia” arrimado en Santiago, en una clase media donde se siente incómodo. En 1937 abandona formalmente el Partido Comunista de Chile porque la comisión disciplinaria interviene en su vida privada, acusándolo de adulterio, y desde entonces lo rodea una leyenda negra que oculta a un poeta de gran poder lírico, acusado de violencia, de machismo, de engañar a su mujer y explotar a sus hijos, de vivir de prestado, de ser una veleta política, de traficante de arte. De Rokha atribuye todas sus desgracias, su mala fama entera, a la conspiración nerudiana, pero Bisama le da utilidad biográfica a ese soplo azufroso: “Quizás lo rokhiano es esto también: un mosaico de artes diversas que se explotaban en una sola cabeza o página para sobrevivir como pura ponzoña o pura voluntad.”
Editor de Multitud, De Rokha se
prodiga como difusor de la buena literatura, publicando lo mismo a Rosamel del
Valle que a William Carlos Williams, a John Dos Passos y al conde de
Lautréamont. Desde esa revista ejerce como francotirador pues Multitud, dice Bisama, “era una tormenta de mierda que caía
sobre todo mundo”. Pero el poeta tiene mala suerte, inficionada su
propia familia del mal romántico y su hijo Carlos de Rokha (1920-1962), aliado
a La Mandrágora, el grupo surrealista chileno, se vuelve visitante recurrente
de clínicas y manicomios, vástago infeliz de una pareja literaria. Mamá y papá
culpan, conjetura Bisama, a “esos punks abducidos por su propia pompa” del desorden del joven poeta, cuando es evidente
que ser hijo de Pablo de Rokha es, para empezar, una vasta locura.
No todo es una desgracia, apunta Bisama y, durante
la Segunda Guerra Mundial, De Rokha empieza a ser traducido al inglés, junto a
Jorge Luis Borges, Ramón López Velarde, Vallejo, José Gorostiza y Octavio Paz,
pero su reputación, frente al inalcanzable Neruda, siempre es anecdótica,
fugaz. Viaja por México y por Venezuela, se doctora como cantor del Gran
Timonel chino; pero siempre aparece como un astro perdido que apenas brilla con
luz propia en el firmamento presidido por la estrella nerudiana, recogiendo las
migajas de su propia envidia, lamentando que el Premio Nacional de Literatura,
tan ambicionado en Chile, le llegue muy tarde, en 1965, cuando todos los suyos
han muerto y su rival camina sin obstáculos hacia el Premio Nobel de
Literatura, que obtendrá en 1971. En 1967 se suicida su amiga Violeta Parra y
en 1968 hacen lo propio Edwards Bello, a quien le sigue su hijo Pablo. A las
10:10 del 10 de septiembre de 1968, De Rokha, finalmente, se suicida con la
pistola venida de México. Desdeñoso, Neruda lamenta el fallecimiento y miente
al decir que pocos meses atrás se habían reconciliado en el hospital donde el
autor de Los gemidos se
curaba de alguno de sus males. No hubo tal avenencia.
Mala
lengua. Un retrato de Pablo de Rokha, de Álvaro Bisama, es una
contribución esencial a la historia de la literatura latinoamericana del
siglo XX, el redescubrimiento de un poeta mayor poco conocido (al menos
fuera de Chile) y, también, el registro de una de las rivalidades literarias
más estrujantes de las que se tenga memoria. Con razón, aquel día de 1992,
cuando se trataba de imponer la paz por procuración entre los herederos
sanguíneos y espirituales de Vicente Huidobro, Pablo de Rokha y Pablo Neruda,
el escritor comunista Teitelboim se desmayó, herido en el corazón. A veces, el pasado aplasta. ~
[Fuente: www.letraslibres.com]
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