quarta-feira, 26 de abril de 2017

Putas y sumisas (y algunas monjas)

Escrito por Rafael Núñez Florencio 

Yo creo que quien mejor entendía este asunto era Manolo Escobar. Por lo menos, era el que mejor lo sintetizaba: «No me gusta que a los toros / te pongas la minifalda». Además, la cosa tenía su gradación. «No me gusta», le decía al principio, y enseguida se lo volvía a repetir: «No me gusta...» Aunque la chica fuera un poco tonta (y dábamos por sentado que si era guapa o estaba buena, algo lela sí era, ¡no lo iba a tener to!) sabía perfectamente que ese «no me gusta» significaba algo más una mera opinión. Además, el hombre –suponemos que con santa paciencia− se lo explicaba bien clarito: «La gente mira parriba / porque quieren ver tu cara». Bueno, eso era un eufemismo (¿sabría la chica lo que era un eufemismo?), porque, como cualquiera de los españolitos de los años sesenta sabía de sobra, no se miraba parriba en esas circunstancias para ver precisamente la cara. Las caras se ven de frente, como es obvio, no de abajo arriba. En fin, dejémonos de zarandajas. El tono subía un nivel: «Así que tú ya lo sabes / no te pongas minifalda». Ese «ya lo sabes» era la antesala de lo inevitable. Si no puede ser por las buenas... Un poco más adelante, el hombre se ufanaba de haber tomado una decisión drástica: «A mi novia le he prohibío / que vaya sola a la plaza». Y el bueno de Manolo Escobar lo cantaba con una sonrisa de oreja o oreja y con los brazos extendidos, como diciendo: «¡Las cosas que tiene uno que hacer… por su bien!» 

Las sevillanas de la minifalda no están en el documental de Diego Galán sobre la imagen de la mujer en el cine español, desde los tiempos de la Segunda República hasta cerca de nuestros días. Con la pata quebrada (2013), que es el título al que me refiero, hace un recorrido por los distintos tipos de personajes femeninos que han ido apareciendo en nuestras pantallas, con especial incidencia –como bien puede suponerse− en el cine producido durante el franquismo y los años de la Transición. El resultado es demoledor y no puede verse sin, como mínimo, unas buenas dosis de vergüenza (con el pequeño alivio de que es básicamente vergüenza ajena). Permítanme que canalice mi bochorno hacia el terreno frívolo, aplicando el consabido reír para no llorar. La risa puede aflorar también cuando contemplamos las miserias y ridiculeces de un pasado reciente. Alguna que otra vez he confesado en este blog mi debilidad por el humor que surge de modo involuntario, en situaciones o circunstancias que en principio son poco propicias para la sonrisa, la risa y no digamos ya la carcajada. La clave del humor negro está precisamente en ese punto: en que aparece de modo no buscado o deseado, a contracorriente, desafiando las convenciones. En este caso, la risa cumple eficazmente la función de desenmascarar un discurso no ya solo machista y burdamente paternalista, sino represor y hasta promotor explícito de la violencia contra la mujer, algo que tanto nos sensibiliza hoy día, pero que hace unas décadas era casi asumido como natural. No en vano decía aquella mujer la frase que luego se ha utilizado para títulos diversos: «Mi marido me pega... lo normal». 

Por eso he empezado por la minifalda, aunque las célebres sevillanas que cantaba Manolo Escobar no se incluyan, como antes adelanté, en el documental de Diego Galán. Pero sí se incluyen situaciones y diálogos que constituyen el complemento o la prolongación de esas mismas actitudes del hombre ante las peligrosas frivolidades de su mujer. La cuestión de la minifalda era muy importante para el macho ibérico, porque mostraba dos cosas: una, que la mujer, incluso la mujer decente, se dejaba contaminar por la modernidad; la segunda, y más importante, que la mujer, incluso la mujer propia (novia o esposa) iba ganando una cierta autonomía, que le incitaba a tomarse con peligrosa relajación las directrices del varón. En Novios 68, una película de Pedro Lazaga, de 1967, se ve a Pepe (un acelerado Alfredo Landa), al volante de su flamante cochecito, junto a su novia Lolita (María José Goyanes). Como ambos están sentados, a ella se le ha subido el vestido ligeramente por encima de las rodillas. Pepe, descompuesto, interrumpe su perorata, le tira del vestido hacia abajo y le apercibe como un profesor a su alumno: «Oye, bájate un poco la persiana que desde el autobús se ve todo». El varón español no consideraba que esos detalles fueran aspectos anecdóticos, sino señales de un terremoto. Lo que empezaba a estar en peligro era el mundo: su mundo. En Un día es un día, película de Francisco Prósper, de 1968, se incluye el siguiente diálogo:

− Se empieza por la minifalda y ¿sabes cómo se termina?
− No, don Honorio...
− ¡Pues en un cabaret!

Más claro no se podía decir: o sumisa o puta. 

¡Ay, si solo se tratara de un problema de enseñar o no las piernas! Con ser grave, el ataque en un solo flanco podía afrontarse con alguna esperanza de éxito. Pero, ¿cómo contener una invasión masiva, como la que sufría España: la moral católica, la familia, la vida tradicional y hasta el sacrosanto principio de la supremacía masculina? Y el demonio moderno, como la serpiente del Paraíso, tentaba a la mujer para que luego esta tentara al hombre y así, todos a la perdición. En Objetivo Bikini, una película de Mariano Ozores, también de 1968, la mujer (Gracita Morales) mantiene este antológico diálogo con el marido (un irascible José Luis López Vázquez):
− ¿Me vas a dejar que me ponga este bikini o no?
− ¡Ya te he dicho que no! Tú eres una mujer decente.
− El dos piezas lo llevan ya hasta las gatas.
− Tú no. Yo soy español. Y a los raciales como yo no se les hace de menos.

¡El bikini! Si a Manolo Escobar no le gustaba que la parienta se pusiera la minifalda, pero no decía nada de mirar las piernas de las demás, el español medio vivía con más dramatismo aún la esquizofrenia del bikini: se le desorbitaban los ojos –y suponemos que otras partes− ante las suecas que lucían palmito en las playas españolas, pero que su novia o su mujer imitaran a las extranjeras: ¡hasta ahí podíamos llegar! La asociación del dos piezas con la laxitud moral, por decirlo finamente, era algo más que una cuestión subliminal. Los aficionados al cine recordarán una película cuyo solo título lo decía todo: La zorrita en bikini, de Ignacio F. Iquino (1976). Lo de llamarles zorritas a esas chicas revela tanta carga de machismo y superioridad moral, en dosis equivalentes, que no me resisto a recordar aquí otro título similar, Zorrita Martínez, una película de Vicente Escrivá (1975) protagonizada por la entonces despampanante Nadiuska. Por supuesto, la mayoría de las mujeres aceptaban las coordenadas de la moral tradicional masculina. En clave paródica, así lo refleja esa magnífica escena de Duerme, duerme mi amor, de Francisco Regueiro (1975), en la que Laly Soldevila se prueba un vestido de novia ante el espejo y masculla entre dientes: «¡Qué cara de zorra se me pone con este traje, qué barbaridad!» La continuación natural, fuera ya de la pantalla, aunque dentro del mundo del espectáculo, fue aquella famosa canción de las Vulpes: «Me gusta ser una zorra» (2005).

La mujer con que el español aspiraba a casarse era una mujer decente, claro está. Por mujer decente se entendía una mujer de su casa. De «sus labores», como se decía antes. «Sus» labores eran limpiar la casa, lavar la ropa, fregar, coser, planchar y otros menesteres domésticos. Un personaje de ¡Pero en qué país vivimos! (1967), de José Luis Sáenz de Heredia, lo dice sin tapujos: «A mí, si mi mujer no cose y no reza, me parece que no es una mujer». El personaje en cuestión lo interpretaba, ¡miren por dónde!, Manolo Escobar. Lo más importante es que, una vez más, ellas asumían con naturalidad esas directrices. En El mujeriego (1963), de Francisco Pérez-Dolz, el personaje que interpreta Cassen enseña a su novia una cocina que está manga por hombro y ella dice con naturalidad: «¡Uy, cómo está todo! Aquí se necesitan unas manos de mujer. ¡Qué desbarajuste! ¿No la friega nadie?» Y entonces él dice, meloso: «Ya te he dicho que me haces mucha falta». Es cierto que, en muchas de estas películas, sobre todo los del tardofranquismo y la Transición, esta imagen de la mujer tiene ya tintes paródicos. Así, en La adúltera (1975), de Roberto Bodegas, la mujer que interpreta Amparo Soler Leal exclama «¡Qué sueño de cocina! ¡Da gusto verla! ¿Ves? ¡Esto, una cocina así, es lo que yo llamo la liberación de la mujer». Con todo, no dejaba de ser, en el mejor de los casos, un reflejo crítico de una realidad existente. En Las secretarias (1969), de Pedro Lazaga, el marido le dice a la mujer: «¿Y qué quiere tu jefe? ¿Qué por atenderle a él me desatiendas a mí [...] ¡Tú te has casado para estar en tu casa!» Es impagable el diálogo que mantienen madre e hija en Esclava te doy (1975), de Eugenio Martín:

− ¿Por qué quieres dejarle?
− ¡Porque estoy harta de él!
− Uuuy… Si todas las mujeres que están hartas de los maridos se tuvieran que marchar de casa, ¡la de chachas que harían falta!

Como el doctor Jekyll y Mr. Hyde, el varón español se sentía desgarrado entre las exigencias de la moral y las tentaciones de la carne. En este dilema, la extranjera representa el mal y la española, lo que Dios manda. Mientras aquella es voluble y caprichosa, la segunda supone permanencia y seriedad. Pero, ¡ay!, ¿quién se resiste a una canita al aire? La infidelidad masculina resulta comprensible y, hasta si apuramos un poco, inevitable. ¡Un hombre es un hombre! No hay equivalencia posible cuando se trata de la mujer. Y si antes hablábamos de seguir el sendero que Dios manda, el hombre –padre, novio, marido− es el primer responsable de que ella no se pierda («perdición»: otro concepto antológico). Sometidas a una permanente tutela, en continua minoría de edad, las mujeres deben asumir que es el hombre quien debe guiarlas. La lectura, la instrucción y cualquier forma de desarrollo de la inteligencia son actividades extrañas a ellas: «La belleza es la única forma de inteligencia que reconozco a las mujeres», dice un personaje de La violetera (1958), de Luis César Amadori. En Margarita se llama mi amor (1961), de Ramón Fernández, se sugiere que si la mujer va a la universidad es... para encontrar novio. En El batallón de las sombras (1957), de Manuel Mur Oti, un elegante caballero se dirige sonriente al espectador: «Seamos sinceros. ¿Para qué sirve la mujer? Para nada. Absolutamente para nada [...]. No quisiera parecer cruel, pero cuando vemos salir a los niños de un colegio, todos exclamamos convencidos “Estos serán los hombres del mañana”, pero nunca hemos dicho ante un colegio de niñas que serán ellas las mujeres del mañana ni del pasado mañana». La única sabiduría que se le reconoce a la mujer es la pillería para llevar a un hombre al altar. ¡Ah, el matrimonio! «Un suicidio castigado con cadena perpetua», como dice cínicamente un personaje, interpretado por Fernando Fernán Gómez, en Las muchachas de azul (1967), de Pedro Lazaga.

Porque, en fin de cuentas, ¿cuál es el objetivo de la mujer en la vida? Todo se reduce a una cosa: el matrimonio, los hijos, la familia, el hogar. Pescar marido, por decirlo de la forma más usual. En Calle Mayor (1957), de Juan Antonio Bardem, una de las grandes películas críticas de la época, se aborda de frente el problema de las solteronas. De ahí, por ejemplo, la metáfora del tren, que constituye una de las escenas culminantes de La tía Tula (1964), de Miguel Picazo. La mujer que pierde el tren –seguimos con los simbolismos− queda para vestir santos. O, dicho directamente, meterse a monja. La monja constituye el tercer gran arquetipo femenino del cine franquista. Son muchísimas las películas protagonizadas por mujeres con hábitos: Sor Intrépida (1952), La hermana San Sulpicio (1952), Canción de cuna (1961), La hermana Alegría (1955), Rosa de Lima (1961), Teresa de Jesús (1962), Pecado de amor (1961), etc. Aquí sí encontramos el respeto que se echaba en falta en las demás situaciones. En una escena de Ella y los veteranos (1961), de Ramón Torrado, tres vejestorios discuten de la condición femenina: «Las mujeres son unas chismosas», dice uno. «Y entrometidas», añade otro. «Pero también las hay buenas», replica un tercero. Y uno de los anteriores contesta: «¡Esas se meten a monjas!» Las mujeres que «se metían a monjas», por decirlo con la significativa expresividad de la época, se apartaban del mundo y, con ello, para el imaginario de la época, quedaban fuera de las coordenadas específicas de la femineidad. Eran seres a los que se podía querer, respetar o incluso admirar, pero con los que se establecía siempre, en lo relativo al trato, una distancia infranqueable. 

Si dejamos el convento y volvemos al mundo, constataremos que todo conduce a lo mismo: si es buena, la mujer se someterá de buen grado a las opiniones, gustos y decisiones del hombre que la tutele: en la familia, en el noviazgo o en el matrimonio; si es mala, no hay más que hablar: merece recibir su castigo. En uno y en otro caso, y también en las situaciones intermedias, el hombre se verá impelido a usar la coerción o, si hace falta −digámoslo sin ambages−, la fuerza bruta. Una buena leche a tiempo hace milagros: a la que es buena, le viene bien para que no se salga del redil; a la mala, porque es inevitable que el hombre descargue en ella su cólera. En el documental de Diego Galán hay incontables escenas en las que se ve al hombre fuera de sí propinando bofetones y golpes varios a su pareja de turno: No es bueno que el hombre esté solo (1973), Marcada por los hombres (1976), Aborto criminal (1973), Sábado, chica y motel, ¡qué lío aquel! (1976). Todavía más revelador es el diálogo castizo que transcribo parcialmente a continuación. Pertenece a la película Pecados conyugales (1968), de José María Forqué. En la cabina de un camión conversan tres hombres. Uno de ellos cuenta: «¿Habéis leído esta semana El Caso? Un gachó ha dejado inservible a la parienta a base de darle con un palo». «¿Y a qué es debido el entusiasmo del hombre?», pregunta otro. Responde el primero: «A que la gachí del arpa le dio por lo fino y se agenció un bikini y se fue al Parque Sindical. Le sacaron hasta fotos. Y al llegar a la casa, el tío la mutiló». Quien está contando el suceso reflexiona en voz alta: «Oye, ¿y si la gachí no era trigo limpio? ¿Y si tenía un querido?». Entonces su compañero responde con contundencia: «En esas circunstancias, él tiene derecho a cargársela del to». Pues ya está: más claro, agua. 

Con la Transición, las cosas cambian. Básicamente, llegó el destape, como es bien sabido. Las pantallas se inundaron, no ya de minifaldas o bikinis, sino de carne fresca, desnudos integrales, viniera o no a cuento, lo exigiera o no el guion. Las monjas desaparecen casi por completo. Las sumisas, no del todo, pero sí bastante. En ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984), de Pedro Almodóvar, es ya el personaje de la mujer, interpretado por Carmen Maura, quien arrea, jamón en ristre, un soberbio estacazo en la cabeza al marido maltratador, un golpe que lo deja seco. Así nos enteramos de las infinitas posibilidades que ofrece el jamón ibérico. Más aún: en ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este? (1978), de Fernando Colomo, la mujer eloctrocuta a su partenaire en un ejercicio de fría y gustosa venganza. El macho ibérico, representante de esas generaciones que se educaron durante el franquismo, se bate en franca retirada y no oculta su desconcierto. En Qué gozada de divorcio (1981), el personaje que interpreta Juanito Navarro puede llegar a entender que él, llegado el caso, se divorcie y vuelva a casarse, pero, ¿ella también? ¡De ninguna manera! Eso no es libertad, sino libertinaje. Exactamente lo mismo dice el marido que interpreta Fernando Esteso en Caray con el divorcio (1982). Una nueva época arranca y eso permite ajustar cuentas con el pasado.

Nada más representativo de esa actitud y de esa nueva mentalidad que la estética deliberadamente cochambrosa de un número musical incluido en una película deleznable, En busca del huevo perdido (1982), dirigida por Javier Aguirre. Las hermanas Hurtado cantan «Titi, pégame», con una letra que, entre otras cosas, dice lo siguiente: «Mi amor se me eriza / cuando me das / con amor palizas. / Si un día me falta / tu cinto en mi piel, / tu bota en mi culo, / tu mazo en mi sien... / Quiero que me pegues / y que arranques mi piel, / por eso te grito / ¡por Dios, pégame!» Parecía entonces que había llegado el momento en el que la mujer podía hacer una burla de los malos tratos, porque estos habían quedado atrás, como quedó atrás la mujer sumisa de aquellas décadas. Ya ven: las vueltas que da la vida.


[Fuente: www.revistadelibros.com]




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