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Radio Days, 1987. Imagen: Orion Pictures |
La radio ha sido siempre —por razones inconcretas y algo arbitrarias—
un refugio pequeño pero seguro. Cálido en la mayoría de ocasiones. Los
grandes nombres de la intelectualidad y la cultura han mostrado una
tímida afección ante este medio que nació, indiscutiblemente, con la
vocación de abrigar las entrañas. La radio es la voz lanzada con pértiga
directamente a nuestros oídos. A nuestras mentes. Tuvo a menudo
cómplices y amantes. Algunos la desearon por las noches; otros la
emplearon para explicar a los niños que el dolor llegará y habrá que
combatirlo; casi todos creyeron, en definitiva, que con ella cerca no
importaba andar desnudo por la casa. Por el mundo.
Poco se
ha hablado, sin embargo, de la radio como adicción, como cadena
permanente a la que el oyente se sujeta para comprender ese mundo por el
que deambula desnudo. Algunos de esos tipos que supieron advertir en la
radio un melancólico asilo en el que cohabitaban ficciones, piezas
musicales, narraciones extraordinarias, voces hondas o silencios
subyugantes fueron Walter Benjamin, Bob Dylan, Woody Allen y Paco Umbral.
Lo que sigue no es más que el resultado de un sueño reciente de la que
escribe: el de un programa radiofónico —imposible y fabuloso, titulado Lo que nunca decimos— en el que estos cuatro domadores de palabras encontrarán acomodo.
Un refugio pequeño pero seguro.
Walter Benjamin: la radio como juguete
Walter Benjamin. Fotografía cortesía de UNSAM.
En una de las obras más singulares de Walter Benjamin, Juguetes antiguos (1928), el filósofo alemán afirmaba que jugar siempre suponía una liberación para niños y para adultos:
Al
jugar los niños, rodeados de un mundo de gigantes, crean uno pequeño
que es el adecuado para ellos; en cambio el adulto, rodeado por la
amenaza de lo real, le quita horror al mundo haciendo de él una copia
reducida.
Benjamin
supo que la radio podía ser una forma de juego que proporcionaba
herramientas precisas para el pequeño mundo adecuado en el que debían
habitar los niños. Es por ello que a finales de los años veinte, poco
antes de la llegada del nazismo, Benjamin se puso a escribir programas
de radio infantiles. Les leía cuentos, reflexionaba sobre injusticias
sociales y explicaba por qué determinados desastres naturales de la
historia eran invencibles. Desde el final de Herculano y Pompeya, el
terremoto de Lisboa, el incendio del teatro de Cantón o la catástrofe
ferroviaria del estuario del Tay… cualquier hecatombe pasaba por el
filtro benjaminiano y era inoculada, a través de la radio, a las mentes
más jóvenes de Alemania.
Imaginen
un 23 de marzo de 1932 a las cinco y media de la tarde. Los niños
acurrucados en torno a un transistor e irrumpe de pronto la voz de
Walter Benjamin hablando directamente a aquellos seres que iban a
presenciar el genuino horror solo unos años después:
Hace
ya mucho me propuse contaros alguna vez la historia de la sociedad
secreta más grande y peligrosa de América, al lado de la cual las
actividades de todas las bandas de contrabandistas de whisky y de todos los gánsteres son un juego de niños: el Ku Klux Klan. («El desbordamiento del Mississippi», Radio Benjamin, Editorial Akal, 2015).
Ese mismo año, 1932, el filósofo pasó un tiempo dorado en Ibiza junto a una misteriosa mujer. Olga Parem era una atractiva germana con ascendencia rusa que conoció cuatro años antes gracias a Franz Hessel.
Lo más insólito de la incursión de esta mujer en la vida de Benjamin
tiene que ver con la recuperación de unos cuentos infantiles. Ola, como
la llamaban sus amigos, había declarado delante del juez que dirimía el
divorcio de Benjamin de su mujer, Dora Sophie Pollack.
Ella intercedió para que Benjamin recuperara una colección de cuentos
infantiles que le habían servido para forjar su personalidad y su
construcción más intelectual. Finalmente, los libros se los quedó Dora,
pero Olga supo desde aquel instante que nada es comparable a aquellos
relatos que nos han hecho comprender el pequeño mundo adecuado de los
niños. A Olga le pidió Walter matrimonio. Ella se lo negó, pero jamás se
olvidó de su sonrisa:
Su risa era mágica; cuando reía, todo un mundo hacía su aparición. (Walter Benjamin. Historia de una amistad, Gershom Scholem, Editorial Debolsillo).
Walter Benjamin, como buen amante de la radio, fue siempre un solitario. Como lo hubiera sido Kafka,
cuyos extraños relatos —siempre en el interregno de lo divino y lo
demoníaco— hubieran tenido —y tienen— un notable potencial sonoro. Los
guiones de Benjamin eran intolerablemente precisos, vívidos y de largo
alcance. No los vulgarizaba, sino que, arrastrado por la fascinación y
curiosidad que definió su existencia, reflexionaba con los niños acerca
de ese misterio que resulta vivir.
Lo
cierto es que la faceta de creación radiofónica es posiblemente la menos
conocida de este pensador que entendía el medio —concretamente el
micrófono— como un narrador omnisciente que despliega sus límites
recogiendo voces en una meridiana vocación de vigilancia. Así pues, los
guiones radiofónicos de Benjamin poco tienen que ver con el infantilismo
y la dictadura de lo correcto imperantes en su tiempo. Él podía narrar
el terremoto de Lisboa o el incendio del teatro de Cantón sin remilgos
ni adornos. Parafraseando una de sus citas, «somos pobres en historias
memorables contadas en la radio». Benjamin quiso combatir esta ausencia
con narraciones como Los alborotos de Kasper o El corazón frío,
en los que juega deliberadamente con la «ceguera» de la radio,
imponiendo determinados límites visuales y forzando a los personajes a
ponerse en la misma situación que los oyentes, revirtiendo el orden
lógico.
Por
último, Benjamin supo detectar como pocos la tiranía y crueldad de un
acto tan aparentemente inocente como apagar la radio: «Nunca un lector
ha cerrado un libro que había comenzado a leer tan decididamente como
los oyentes de la radio [apagan] su aparato minuto y medio después de
escuchar un programa hablado».
Paco Umbral: la cantinela de la vida
Paco Umbral. Fotografía: Cordon Press
Los
mensajes nocturnos de Paco Umbral en la radio tenían algo de epifanía
joyceana; manifestaciones líricas que, con una voz cavernosa, narraban
lo sucedido en la actualidad del momento o rescataban del olvido algún
personaje o hecho concreto. Umbral mostraba, en aquellas columnas
radiofónicas, unos cuantos instantes privilegiados que convendría
aprovechar. Antes de irse a Madrid y antes de llamarse Umbral, el autor
de Mortal y rosa dejó Valladolid por una ciudad más pequeña: León. El escritor no sabría que allí encontraría —literalmente— su voz. Su primo, José Luis Perelétegui,
era director de Radio Falange —después Radio León— y le propuso
trabajar de administrativo en aquel medio. Umbral supo adivinar que ese
trabajo solo era el comienzo de una larga trayectoria periodística.
Perelétegui, por su parte, tenía su plan secreto: que Umbral desbancara a
Victoriano Crémer, la estrella del momento con su programa Luces de la ciudad. Entre 1958 y 1961 Umbral vivió en León y coincidió con grandes mitos de la radio como Luis del Olmo. En La Voz de León pergeñó diversos espacios radiofónicos entre los que destacaba Buenas noches, una serie de columnas dedicadas a personajes históricos como el pintor Van Gogh:
Buenas
noches, Van Gogh, loco resplandeciente del arte nuevo, buenas noches.
Todo el grupo genial y precursor habéis vuelto a reuniros como espíritus
convocados por el golpeteo rítmico del martillo subastador. Con ocasión
de una reciente subasta londinense vuestros nombres han sonado juntos
una vez más. Cézanne, Manet, Van Gogh… Los de siempre, el núcleo inventor y disparatado de donde iba a salir el arte de nuestro tiempo. (Diario de un noctámbulo, Editorial Planeta).
Otras
columnas noctívagas ya buceaban en el estilo lírico pero punzante que,
años después, estamparía en todos sus libros y artículos:
Buenas
noches, junio, mes de verdor y oro, mitad primavera y mitad estío,
híbrido de musa y atlante, centauro de torso adolescente e ijares de
cobre, buenas noches… (Diario de un noctámbulo, Editorial Planeta).
Y, por
último, Umbral parecía poseer ya ese ritmo, esa cadencia radiofónica que
se incrustaba en los oídos del oyente para nunca salir de ellos:
Buenas noches, sueño, grato traidor de cada día, buenas noches.
En
realidad, este saludo de todas las noches se mete diariamente en tu
terreno, invade tus aguas jurisdiccionales, quiere ser una última osadía
retórica a la orilla misma de la marea que va a subir, de la silenciosa
marea del sueño, y por eso tú, camarada sueño, estás siempre al fondo
de nuestras palabras, como el mar está al fondo de las palabras del
poeta. (Diario de un noctámbulo, Editorial Planeta).
Todas
las columnas noctámbulas umbralianas confirman una de las tesis más
extendidas en el mundo del transistor: que la radio, de noche, es un
poco más radio. Es decir, que nada como la radio para acompañar a los
solitarios. Umbral lo detectó quizás porque era uno de ellos. Su tono
invitaba siempre a la confidencia, la murmuración y el susurro.
La
asociación del escritor con el medio radiofónico ha permanecido, a lo
largo del tiempo, sepultada. Sus novelas y, fundamentalmente, sus
artículos de prensa ensombrecieron gran parte de esta corriente
periodística que, ahora lo sabemos, fue esencial para su construcción
posterior, pues la radio para Umbral era una suerte de laboratorio en el
que ensayaba una disciplina férrea que le acompañaría toda la vida: la
columna diaria. O lo que es lo mismo: la gimnasia del escribiente. Al
principio escribía para otros locutores. Tiempo después y con la
confianza ya puesta se decide a ponerles su grave voz. Allí dejará de
ser Francisco Pérez para convertirse en Paco Umbral. Ese periodo de
aprendizaje y formación fue crucial para jugar con los estilos y temas:
crónicas de actualidad, columnas, noticias, relaciones con fuentes e
instituciones públicas. Tal y como se recoge en el libro de
conversaciones Umbral. Las verdades de un mentiroso ilustre (E. Martínez Rico,
2003), el periodista reconocía que «en León empecé a amanecer». Y
aunque hablaba de madrugar, también podemos atisbar un despertar
netamente profesional. Periodístico. Columnista.
Umbral, como buen detective, siempre sospechó que la radio y el fútbol fueron las grandes armas de manipulación de Franco.
Es por eso que detestaba la radio franquista censurada y maquillada
para la ocasión. Una radio que se nutría de concursos y folclóricas que
entretenían al pueblo. Pero, ante todo, abominaba de los seriales como Ama Rosa o El consultorio de la señora Francis, contenidos que distribuían «cosmética moral de fabricación casera». Esa misma radio, escribió Umbral en el periódico El País
un domingo 3 de febrero del año 1980, era la que había «hecho suya, con
una rapidez y fervor emocionantes, la nueva libertad de expresión». De
este alegato triunfal del medio se desprendía una teoría nada
descabellada si se piensa con esmero: «Hoy, si hay democracia en España,
está en el aire, no solo por el riesgo, el clima y el subconsciente
colectivo, sino también por la realidad continua, fugaz, parlanchina y
testimonial de la radio. Viva la radio». La radio caliente de Umbral te
cogía de la mano para llevarte a las oscuridades de la noche. Y así,
hablando un día de las geografías del alma y otro de las cantinelas de
la vida, supo poner la primera piedra, la más maciza tal vez, del que ha
sido, sin duda, uno de los mejores periodismos literarios de nuestro
tiempo.
Woody Allen: la inauguración de los días de radio
Woody Allen durante el rodaje de Radio Days, 1987. Fotografía: Cordon Press
Muchos no supieron lo adictiva que era la radio hasta que vieron la película de Woody Allen Radio Days.
Es más, muchos no se detuvieron a escuchar la radio hasta ver la
película de Allen. Por otro lado, no hay facultad de Comunicación en
este país que no haya recomendado a sus alumnos este film para
inocularles el veneno radiofónico. Y es que la radio en el cine,
lamentablemente, no ha sido abordada con demasiada asiduidad. Good morning, Vietnam de Barry Levinson se estrenó el mismo año que Radio Days
de Allen: 1987. Si la primera se centraba en las divertidas peripecias
del locutor Adrian Cronauer —enviado a la base de Da Nang en Vietnam
entre 1965 y 1966, para animar a las tropas con sus sarcásticos
monólogos—, la segunda se centraba en la vida de un niño —un trasunto de
Allen— que descubre la música a través de la radio, un medio de evasión
al que se sujetan los protagonistas de esta familia. Cada uno de sus
miembros tiene un programa favorito: si Joe sigue fervientemente El vengador enmascarado, su madre escucha Desayuno con Roger e Irene
(un programa de crónica social que narra las aventuras de un matrimonio
que cada noche asiste a salas de fiesta en Manhattan, y al día
siguiente lo cuentan) y su tío es aficionado a un programa sobre
leyendas del deporte.
La
radio, en el universo Allen, se desvela como un medio para conseguir la
felicidad. O, dicho de otro modo: se trata de una escucha aspiracional,
es decir, los oyentes se trasladan a una vida de lujo y ensueño que,
naturalmente, no es tal, pues las estrellas de la radio que tanto
admiran viven instaladas en un vacío existencial.
Días de radio es la infancia de Woody Allen como La guerra de los mundos es la madurez de Orson Welles.
Quizás esos dos sean los hitos más recurrentes en el ámbito hertziano.
Si el relato de Welles fue escuchado por doce millones de personas, la
película de Allen ha sido infravalorada, cosechando una taquilla más
bien pobre y siendo acusada de plagio por parte de Álvaro Sáenz de Heredia, sobrino de José Luis Sáenz de Heredia, cineasta que estrenó en 1955 Historias de la radio,
un film que, como el de Allen, se centra en la vida de tres
radioyentes. La radio que Allen filma, por tanto, tiene un
extraordinario componente nostálgico, con guiños constantes a la
historia de este medio: desde la escena en la que Bea y su novio
escuchan en el coche, aterrorizados, La guerra de los mundos
de Welles, las referencias a la catedral de la música, el Radio City
Music Hall, hasta, finalmente, la colección impagable de clásicos como Duke Ellington, Frank Sinatra, Artie Shaw o Glenn Miller que tuvieron en la radio al mejor aliado posible.
Bob Dylan: el anciano locutor de radio
Robbie Robertson y Bob Dylan, 1966. Fotografía: Cordon Press
Es el
Día de la Madre y un anciano locutor de radio con voz susurrante explica
que ellas —las madres— son las únicas personas que importan. No lo dice
a través de un transistor sino por los altavoces de un ordenador. Es el
año 2006. La emisora online, ubicada en Washington, se llama XM Satellite. El hombre con voz de ultratumba pronuncia estas siglas en un jingle
improvisado que revela su condición de recién llegado al ámbito
radiofónico. Ese hombre que acaba de dar paso, con más estilo que
rutina, al «Momma Don’t Allow It» de Julia Lee,
es un tipo llamado Bob Dylan. A sus sesenta y cuatro años y tras
cientos de canciones compuestas como truenos, debuta como locutor
radiofónico en un programa que acabará siendo un hito: Theme Time Radio Hour.
Como gran cantautor, es decir, como gran contador de historias, Dylan se descubrió en su show
como un inmejorable locutor que adhería a su narrativa radiofónica
ciertas dotes de juglar. A diferencia de algunos programas musicales, en
este uno desea con todas sus fuerzas que esa bella canción que Bobby
tan bien ha escogido de su armario sonoro termine lo antes posible:
cuando ese tema acabe, la voz de Dylan volverá.
El autor de «Hurricane»,
el muchacho del pelo eternamente ensortijado, parece haber escuchado
todas las canciones del mundo y, como un Spotify hecho carne, ha sabido
agruparlas por los temas más universales: el dinero, el amor, la noche,
la sangre, la guerra, la fruta, el trabajo o la nada. Decenas de temas
fueron abordados por Dylan con avaricia y rigor. Con entusiasmo y
serenidad. Parece que el cantante dejó el programa en el mismo momento
en el que se le agotaron los temas: ¿cómo seguir cuando lo has cantado y
contado ya todo? Las tres temporadas completas de Theme Time Radio Hour pueden escucharse ahora con la misma vigencia que cuando fueron lanzadas. A través del podcast
—ese nuevo cofre sonoro que contiene los mayores tesoros—, el oyente
volverá a recuperar algo de lo que Dylan nos legó con su voz secreta.
Lo que nunca decimos
El
programa que soñé se emitía de madrugada, naturalmente. Empezaba con una
historia de las que le gustaban a Walter Benjamin. Una hecatombe
narrada: el periplo del Arca de Noé que la Biblia recoge con temor y
asombro. Entonces Bob Dylan decía que a veces le gusta pensar en todos
los animales que Noé salvó. Ejercía el sagrado atributo del silencio en
la radio. Uno. Dos. Tres segundos. Y pinchaba el maravilloso tema de The Marvelettes, «Too Many Fish in the Sea». Umbral, quejicoso y oscuro, decía que el gato que más le gustaba en el mundo era Ava Gardner
y le dedicaba una columna de las suyas donde le daba las buenas noches
y, tímidamente, la invitaba a bailar un día. Woody Allen se reía de
todos, anotaba sus chistes en cuadernos infinitos, bromeaba con la
seriedad de Umbral, le decía a Dylan que «Hurricane» tenía
demasiadas estrofas y a Benjamin que le prestara sus cuentos
infantiles. Walter, Paco, Bob y Woody se entendían maravillosamente en
aquella charla imposible. No recuerdo en qué idioma conversaban. No
hablaban de series, sino de películas, libros y discos. De Melville. De la hija loca de James Joyce.
Bebían y fumaban. El micrófono, de hecho, era capaz de registrar sus
caladas. Luego se cansaban y apagaban la tertulia. Allen terminaba
afirmando eso de que «la vida no imita al arte, imita a la mala
televisión». Y añadía al final: «Menos mal que todavía tenemos la
radio».
[Fuente: www.jotdown.es]
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