La experiencia de la diáspora cubana ha sido una calle de doble sentido: los que partieron han tenido que vivir mirando a la isla y los que decidimos permanecer tuvimos que aprender a vivir con una sensación de pérdida. Todos hemos sido tocados por el drama del exilio.
Por LEONARDO PADURA
Este es un
ensayo de Revolución
60, una serie que examina las seis décadas de
la Revolución cubana. La sección reunirá a escritores, intelectuales, artistas,
protagonistas, disidentes y partidarios de la Revolución para discutir su papel
en el desarrollo histórico de América Latina y sus relaciones con Estados
Unidos en los últimos sesenta años.
Uno de los grandes dramas
de la Cuba revolucionaria ha sido el exilio de cientos de miles de sus
ciudadanos. Delitos cometidos en el pasado, desavenencias políticas,
precariedades económicas, búsquedas de otros horizontes, reunificaciones
familiares y hasta cansancio histórico: razones de todo tipo los han impulsado
a esa aventura que comenzó desde el mismo año 1959.
A lo largo de seis
décadas intensas, el sur del estado de Florida, en Estados Unidos, ha sido el
destino más recurrido de esos emigrados, que llegan a sumar la quinta parte de
la población de la isla y que han desgajado a prácticamente cada familia del
país. Allí se han agrupado y definido por épocas y acontecimientos.
Según el momento, han
sido llamados el “exilio histórico”, el “éxodo del Mariel” o “los marielitos”,
“los balseros de 1994”, “los quedados”. Movidos mayormente por razones
políticas (sobre todo los primeros, por la década de los sesenta) o por la
búsqueda de mejoras económicas (balseros y quedados, todavía hoy), algunas de
sus motivaciones pueden ser intercambiables o se manifiestan como una mezcla de
ellas.
Para todos esos cubanos que
partieron de su país existe, sin embargo, un elemento que los aglutina y
caracteriza: el desgarramiento, que muchos han combatido con una actitud
similar: vivir fuera de Cuba mirando hacia Cuba. O como diría un colega
escritor —también exiliado y refiriendo su propia experiencia—: “El problema de
los cubanos es que ni yéndonos de Cuba nos vamos de Cuba”.
Aun cuando por decisión
personal yo haya decidido permanecer en la isla como testigo cercano de este
proceso de desarraigo, cada vez que recorro las calles de la ciudad de Hialeah,
en Florida, se me revelan las proporciones de un drama espiritual.
Uno de los símbolos de esta
ciudad y también uno de los iconos del estado al sur de Estados Unidos es el
flamenco rosado. El origen
de los flamencos rosados en Florida sigue siendo debatido. Una de las teorías más
difundidas asegura que un grupo de esas elegantes aves llegó
desde Cuba, de donde fueron importadas para adornar los estanques del famoso
hipódromo de la joven urbanización.
Se dice que los primeros
flamencos, cumpliendo un destino ancestral, apenas puestos en libertad volaron
de regreso a la isla donde habían nacido. Solo fue después de los devastadores
huracanes que arrasaron con La Habana y con Hialeah en septiembre y octubre de
1926, que otros cien flamencos importados de la isla, y a los que se les
cortaron las alas, permanecieron y se aclimataron a los pantanos de la
península para convertirse en uno de sus emblemas.
De la década de los sesenta a
los ochenta, Hialeah acogió y brindó oportunidades económicas a unos refugiados
que llegaban apenas con un par de maletas de ropa. Gracias a la cantidad de
“factorías” que entonces existían en la ciudad, cubanos de todas las
profesiones y niveles educacionales comenzaron la ardua reconstrucción de sus
existencias hasta reconvertir esa localidad en un reservorio cultural de los
modos y costumbres de su país natal.
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En una calle
de La Habana, en septiembre de 1994,
un grupo de
personas lleva una embarcación hacia
el mar abierto cubano con la intención de
migrar a Estados Unidos. |
La nostalgia funcionó
entre ellos como un estado de ánimo y también como una industria necesaria. Así
Hialeah se fue poblando de restaurantes donde se vendían fritas y pizzas
cubanas (gordas, chorreantes de queso), puestos de pasteles de guayaba y café cubano
(dulce hasta la repugnancia), tiendas de artículos para enviar a Cuba o para
consumir entre cubanos, incluidas las llamadas botánicas que ofrecen insumos e
imágenes para los cultos sincréticos afrocubanos. Y en 1981 Raúl
Martínez se convirtió en su primer alcalde
cubano.
Por ello, cuando a fines
del siglo pasado, las “factorías” comenzaron a ser trasladadas a otros países,
los emigrados cubanos permanecieron en “la
ciudad que progresa”, donde ya eran mayoría. Estos cubanos han
logrado un milagro de conquista que no pudieron conseguir los antiguos
colonizadores españoles capitaneados por Ponce de León o Hernando de Soto: se
han apropiado del territorio, dándole su peculiar carácter, a medio camino
entre culturas diversas. Ha sido tal su impacto en Hialeah que algunos de los
pocos estadounidenses que aún lo habitan han decidido colocar una bandera de la
Unión en las entradas de sus casas para advertir que ellos son distintos. Y lo
son porque más del 90 por ciento de la población habla español: los angloparlantes son una absoluta
minoría.
La relación de los
emigrantes cubanos con su país de origen también ha cambiado a lo largo de tan
dilatado periodo histórico. Los que partían al exilio en la década de los
sesenta dejaban la sensación de que entraban en una dimensión inalcanzable del
tiempo y el espacio sin posibilidad de retorno.
Todavía puedo recordar la
tarde de 1968 en la que despedimos a uno de mis tíos frente a la casa de mis
abuelos, en nuestro barrio habanero. Todos teníamos la sensación de que nos
veíamos por última vez y, más que el júbilo, afloraba el dolor de un desmembramiento
sin remedio. Sin embargo, cuando despedí a mi hermano menor, treinta años
después, sabíamos que pronto nos veríamos porque él podría regresar en poco
tiempo o nosotros podríamos ir a verlo a la primera oportunidad en que
obtuviéramos una visa temporal estadounidense.
La experiencia del exilio
ha sido una calle de doble sentido. Todos hemos sido tocados por su drama en
alguna parte —o en muchas— de nuestras sensibilidades e historias individuales:
los que partieron, desde el desarraigo; los que permanecimos, desde una
sensación de pérdida. Como mi esposa Lucía, cuyo padre partió en 1959, cuando
ella tenía seis meses de nacida, y nunca volvieron a verse.
Muchos de mis
compatriotas salidos al exilio han logrado un notable éxito económico y no se
arrepienten de sus decisiones. Pero que vivan mirando hacia atrás advierte que
hay heridas que no cierran. Muchos de ellos no han dejado de sentirse
“refugiados” y Cuba flota sobre todas sus plegarias, maldiciones o nostalgias,
dichas en silencio o gritadas en público. Al fin y al cabo, son seres con la
historia y el corazón partido.
Por ser como son, esos exiliados pueden celebrar el Thanksgiving con pavo, pero la
Nochebuena siempre con lechón asado y frijoles negros. Por ser como suelen ser,
algunos piden que de Cuba les envíen dipironas, pues alivian más que el
Tylenol. Y claro que por ser lo que son fue que hace poco una joven cubana,
empleada de un Taco Bell de Hialeah, sacó a relucir su casta cuando se negó a
atender a una clienta estadounidense… ¡porque no hablaba en español!
Y aunque pocos de ellos optarían en algún momento por regresar a vivir en
Cuba, el hecho de que arrastren a la isla consigo los define y, curiosamente,
los fortalece: esa certeza forma parte de sus actitudes y de su orgullo.
Para saber quiénes y cómo son, resulta revelador uno de esos paseos por la
ciudad de Hialeah, adonde mis compatriotas han trasladado una Cuba que puede
ser orgullosa, emprendedora y hasta marginal, con sus casas multifamiliares
(los famosos efficiencies) y
sus edificios opresivos y con un ayuntamiento en el que ondea una bandera
estadounidense pero en cuyo muro frontal, mal disimulado, es posible ver el
dibujo de la enseña cubana.
Como los flamencos rosados de hace casi un siglo, muchos de mis
compatriotas otean en el horizonte y, aunque no emprendan el vuelo de regreso,
saben de dónde son y por eso son como son: cubanos en un exilio en el que
tantos han reconstruido sus vidas y en el que a tantos ya se les ha ido la
vida.
Leonardo
Padura es un novelista y periodista cubano. Su novela más reciente es "La
transparencia del tiempo".
[Fotos: Reuters - fuente: www.nytimes.com]


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