Por Ricardo Silva Romero
Hubo un momento, de cuando yo dictaba clases de literatura en el
colegio (es decir, “hubo una vez”), que me pareció evidente la
transformación, el empobrecimiento interior de mis alumnos. No hablo de
moralidades. Tampoco olvido que, en aquel grupo de hace una generación,
había personas sorprendentes a salvo en la compasiva educación de sus
propias casas. Quiero decir que la última vez que fui profesor –una
vocación que vive en mi familia– tuve clarísimo que, por cuenta de los
experimentos ministeriales y de la codicia de las escuelas, ya no tenía
estudiantes sino clientes, que podrían haber exigido su dinero de vuelta
pues a los 17 no sabían qué era una esdrújula, y que hablarles de las
novelas de siempre, luego de que un pedagogo les pusiera de castigo leer
El Quijote, era toda una proeza.
Dice mi maestro, Marcel, que no todo tiempo pasado fue mejor. No es
eso, pues, lo que yo digo. Digo que un día la escuela dejó de ser aquel
lugar escalofriante donde la letra entraba con sangre: ¡Abajo el
colejio!, escribió Geoffrey Willans en 1953; “Teachers! Leave them kids
alone!”, cantó Pink Floyd después. Cuento que fui testigo del momento en
el que se fue todo al otro extremo y empezó a dar sus frutos muertos
eso de tratar a los alumnos con la condescendencia, con la culpa, con la
zalamería de un recreacionista de piscina. Pobres niños de 7, 12, 15
años: que no tengan tareas, que no les pongan notas, que sus profesores
sean sus empleados, que sus padres sean sus cómplices, que sus sicólogos
certifiquen su “problema” y sus semanas de receso alivien tanto estrés.
Yo lo vi. Fue a comienzos de siglo. Desde entonces el rito de la
educación –la puesta en escena del mito– no ha sido nada fácil para
nadie.
Ha sido a partir del día en el que se publicaron los resultados de
las pruebas Pisa, que señalaron los serios problemas de los estudiantes
colombianos a la hora de descifrar lo que tienen enfrente, que no he
podido dejar de pensar (dañaron a Petro, vino la Navidad, 2013 se volvió
2014, y yo seguí pensando) que hoy más que nunca parece fundamental que
respaldemos a los profesores. Qué es “hoy”: hoy, que se está
consiguiendo que más ciudadanos puedan pagarse la vida, pero que aún no
se les ve a los gobiernos la voluntad para conseguir la equidad desde la
educación. A qué me refiero con “respaldar a los profesores”: a
devolverles la dignidad, la paciencia, la preparación y la retribución
para enseñar a poner en escena e interpretar las cosas del mundo.
Sé, porque lo he visto, que a los colegios les cuesta seguirles el
paso a los alumnos de hoy. Que siguen sirviéndoles a los niños como un
simulacro de lo que será la vida en esta sociedad llena de comillas y
paréntesis y peros, que trata de sobreponerse a su violencia, y sin
embargo tanto la precariedad de los colegios públicos como el quietismo
de los privados han dado a toda una generación de autodidactas la idea
de que se entra a los salones a cumplir con un trámite, a aparentar una
escuela. Cómo educar a aquellos que se ven tan lejos de los discursos de
los poderes de siempre, que poco les temen a los vigilantes de lo que
pasa por dentro. Cómo conseguir que el colegio no sea la prueba de las
desigualdades, sino su crítica. Cómo devolverles a los profesores la
autoridad que han perdido a manos de los “apreciados padres de familia”,
cómo sacudirles estas auras de niñeros que poco pueden levantar la voz
porque –según sus clientes– “no les están pagando para eso”. Cómo lograr
que en la escuela el dinero no sea una compra sino una inversión.
Basta tener la voluntad. Basta que esta sociedad responda “sí”, por
fin, a la pregunta de si está preparada para elegir como meta el camino
largo de la educación.
www.ricardosilvaromero.com
[Fuente: www.eltiempo.com]
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