Estamos ante el más viejo de los nuevos medios. Junto al
mensaje de texto por teléfono móvil, el correo electrónico es el
«abuelo» que ha visto nacer y crecer la blogosfera, las redes sociales,
los sistemas de videoconferencia, los microblogging, wikis y todo el
abanico de herramientas 2.0 que envuelven la comunicación de nuestro día
a día.
¿Escribir un correo electrónico es escribir una carta? Lo cierto es
que es imposible negar la estrecha relación que existe entre ambos, el
postal y el electrónico, a pesar de sus notorias diferencias.
Tal y como lo definía López Alonso en 2003 «la carta y el correo
electrónico son dos géneros diferentes aunque puedan pertenecer a un
mismo discurso epistolar del que ambos heredan, al menos parcialmente,
algunas propiedades comunes». Encontramos ciertas semejanzas en el
régimen enunciativo, en el esquema de interacción, en su funcionalidad
pragmática y en la organización paratextual. La propia terminología que
empleamos es una metáfora del correo postal tradicional: correo, buzón, enviar.
Y el paratexto diseñado para los entornos gráficos también nos lleva a
imágenes o iconos con referencias al correo habitual: el sobre, el papel
para un nuevo correo, la dirección…
A pesar de las semejanzas, percibimos el correo electrónico como un
mensaje distinto, dado que lo colocamos en un espacio virtual con una
recepción inmediata y, por lo tanto, sus características son diferentes.
En el correo electrónico acortamos los textos —dedicamos menos
tiempo, tanto para su escritura como para su lectura—, los mensajes son
más cortos pero también más numerosos. El intercambio de información se
acelera, la interacción es más dinámica y espontánea y, en algunos
correos electrónicos con un ritmo más acelerado, la apertura y el cierre
(el saludo y la despedida) de nuestros mensajes incluso se suprimen.
Con el paso de los años y la utilización constante del correo
electrónico, hemos ido autoadquiriendo licencias gráficas,
principalmente en los correos personales. No repasamos lo que escribimos
y los errores que se pueden cometer al escribir en el teclado no se
tienen demasiado en cuenta, ni siquiera si se trata de las denominadas
«faltas de ortografía graves», aunque insistimos en la mala imagen que
se da al cometerlas, aun en un contexto coloquial.
Intentamos comunicar rápidamente y la importancia se centra en el
contenido del mensaje y en lo que queremos expresar. Precisamente, por
ello y para enfatizar nuestro estado de ánimo y establecer una
comunicación personal más íntima, repetimos constantemente ciertas
grafías, reduplicamos o alargamos en más de dos pulsaciones, los puntos,
las comas, los signos diacríticos tienden a reducirse, y los
interrogantes, las exclamaciones y los puntos suspensivos se multiplican
para enfatizar lo que deseamos expresar: «Holaaaaaaa!!!!» «En
serio?????», «Bien!!!! Nos vamos de vacaciooooooones!!!!».
Esta repetición de caracteres ha sido entendida por muchos autores
como un recurso para reflejar en el lenguaje escrito determinados
alargamientos característicos de la expresión oral o bien para
representar el énfasis que se da a una sílaba determinada y, por lo
tanto, a la palabra o al concepto. Hemos adquirido determinados hábitos y
licencias porque el correo electrónico no permite que nuestro
interlocutor perciba nuestro estado de ánimo en tiempo real; el ejemplo
más gráfico es el uso de los emoticonos.
El correo electrónico es mucho más rápido que el postal, permite
acelerar nuestros procesos comunicativos interpersonales y acceder a un
gran número de personas simultáneamente. Es un medio asincrónico porque
rompe las barreras espacio-temporales y otorga un alto grado de
interactividad, dada la constante y continua retroalimentación entre el
emisor y el receptor.
Sin embargo, a finales del siglo pasado, el correo electrónico era
aún un sistema de comunicación novedoso que, para ser efectivo, dependía
de la convivencia con otros medios de comunicación. Enviar un correo
electrónico a un organismo o a un medio de comunicación suponía, además,
realizar una llamada telefónica para advertir del envío del mismo, y
asegurarnos así de que el contenido se leyera.
El correo electrónico ha facilitado la comunicación y no ha provocado
la desaparición de otros medios de comunicación —como algunos preveían—
pero sí ha condicionado sus usos. No ha sustituido (al menos no
completamente) ni al fax, ni al teléfono, ni a la carta. Seguimos
enviando un fax para determinadas gestiones administrativas o llamando
por teléfono a un amigo para compartir algo con él. Y sí, seguimos
utilizando el correo postal —para invitaciones a actos, felicitaciones
navideñas, postales de viajes, avisos de la administración pública o
cartas de agradecimiento—. La riqueza del correo electrónico es que
también puede utilizarse para escribir un mensaje como si fuera una
carta tradicional. La plasticidad de la herramienta y su asimilación por
parte de los usuarios ofrecen muchas posibilidades al correo
electrónico. Dependiendo del mensaje, el destinatario, el tema tratado y
los objetivos el empleo de esta herramienta puede variar.
Por contra, tener miles de contactos a golpe de clic implica estar
expuesto a un bombardeo de mensajes irrelevantes que pueden mermar
nuestra productividad si no sabemos gestionar correctamente las
diferentes direcciones de correo de las que disponemos, los filtros, las
carpetas o la libreta de direcciones.
Enviar un correo electrónico hoy es una actividad cotidiana, e
incluso necesaria tanto en el ámbito personal como profesional. Llegamos
a la oficina y lo primero que hacemos es revisar nuestro correo que
mantenemos abierto durante muchas horas y consultamos frecuentemente. De
hecho, del tiempo total que pasamos delante de nuestro ordenador, casi
un 25 % lo dedicamos a revisar nuestro correo electrónico. La revisión
continua de nuestros mensajes puede llegar a convertirse en una
obsesión; el correo electrónico transmite una sensación de que algo está
pasando, de urgencia, que se potencia por el hecho de que el orden de
recepción de los mensajes entrantes sea cronológico en lugar de estar
determinado por su relevancia.
A lo ya comentado hay que añadir el denominado síndrome del «mensaje
fantasma» —generado por la conexión permanente a internet que posibilita
el uso de dispositivos móviles— que consiste en la constante sensación
de estar recibiendo mensajes cuando estos avisos (sonoros o de
vibración) no se están produciendo, a través de cualquiera de las
múltiples plataformas disponibles desde un teléfono: SMS, Whats App,
correos electrónicos, Facebook, Twitter, llamadas. O, como comentaba
Cristina Castro, el síndrome de Diógenes llevado al correo electrónico,
consistente en guardar todos los mensajes («basura» incluida) que llegan
al correo.
SOBRE LOS AUTORES
Rebeca Díez
es periodista y comunicadora, profesora de Comunicación Audiovisual en
la Universidad de Politectnica de Valencia, donde codirige el congreso
sobre redes sociales «Comunica 2.0».
Luis López formador e investigador en comunicacion digital y nuevos medios, coordinador del congreso «Comunica 2.0».
[Fuente: www.manualdeestilo.com]
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