El viejo Claude Lanzmann no cae bien a mucha gente. Tiene muy mal humor. No se calla nunca. Y siempre tiene algo que decir. No es casualidad que sea él, un prodigio de perseverancia, el autor de la mayor obra de investigación periodística jamás hecha y filmada. Lanzmann ha dedicado gran parte de su vida adulta a crear, producir y promocionar esas diez horas y trece minutos de película sobre el Holocausto titulada «Shoah» y que muchos consideran la «Capilla Sixtina» del cine documental.
Este periodista judío francés tuvo una vida trepidante que le llevó desde sus líos con Simone de Beauvoir y la vida frívola de la intelectualidad francesa a todos los escenarios de guerras y conflictos desde 1945. Pero ante todo a investigar –esto sí es periodismo de investigación, no el buzoneo interesado que conocemos– paraderos de víctimas y especialmente verdugos del Holocausto y organizar encuentros con ellos que son obras de arte que escenifican la lucha de la mentira, la culpa, la verdad y la redención protagonizados por seres vivos que se representan a sí mismos en el celuloide. Para comprender bien la vida humana en este planeta, un extraterrestre tendrá que conocer también la Shoah de Lanzmann. Es el periodista que más claramente ha cruzado el umbral de la permanencia con su obra.
Este periodista judío francés tuvo una vida trepidante que le llevó desde sus líos con Simone de Beauvoir y la vida frívola de la intelectualidad francesa a todos los escenarios de guerras y conflictos desde 1945. Pero ante todo a investigar –esto sí es periodismo de investigación, no el buzoneo interesado que conocemos– paraderos de víctimas y especialmente verdugos del Holocausto y organizar encuentros con ellos que son obras de arte que escenifican la lucha de la mentira, la culpa, la verdad y la redención protagonizados por seres vivos que se representan a sí mismos en el celuloide. Para comprender bien la vida humana en este planeta, un extraterrestre tendrá que conocer también la Shoah de Lanzmann. Es el periodista que más claramente ha cruzado el umbral de la permanencia con su obra.
Como suele pasar cuando se han cumplido ya los 90 años y se tiene buena salud, uno dedica bastante tiempo a enterrar a amigos. Cuando se ha sido tan mujeriego como él, también a exmujeres y novias. Estaba hace unos días en Berlín el anciano periodista para enterrar a la escritora y actriz Angelika Schrobsdorff, con la que había estado casado diez años y que había muerto el 31 de julio a los 88 años. Se hospedó en el hotel Kempinski como habitualmente desde 1986 cuando estrenó en Berlín Oeste la Shoah. Con la mirada absorta sobre el listín de prefijos, dice que notaba que faltaba algo y era eso, la ausencia de Israel, justo antes de Italia. No sería quien es si no se hubiera puesto a indagar por qué esa ausencia de Israel. Y un encargado en las oficinas se lo dijo con franqueza: «Me alegra que pregunte, señor, yo también soy judío. Es una decisión consciente de la dirección que ha quitado Israel de la lista para no ofender a los árabes que son gran parte de la clientela. Es orden de la dirección y aquí no podemos hacer nada». Los árabes no quieren que Israel exista y en el Hotel Kempinski, Israel ha dejado de existir. De momento en el listín telefónico.
Como en las televisiones de Irán y otros países donde se habla de «entidad sionista». El antisemitismo no deja de adoptar otras perversas formas. Y las sociedades occidentales se pliegan obsequiosas ante el dinero o la violencia de la judeofobia islámica. Viene de los ricos clientes árabes del hotel y de los inmigrantes islámicos que han convertido ya en una temeridad pasear por una ciudad alemana con una bandera de Israel. Viene de una izquierda radical europea que agita un odio contra Israel que solo alcanzaba la judeofobia de los nazis.
Como en las televisiones de Irán y otros países donde se habla de «entidad sionista». El antisemitismo no deja de adoptar otras perversas formas. Y las sociedades occidentales se pliegan obsequiosas ante el dinero o la violencia de la judeofobia islámica. Viene de los ricos clientes árabes del hotel y de los inmigrantes islámicos que han convertido ya en una temeridad pasear por una ciudad alemana con una bandera de Israel. Viene de una izquierda radical europea que agita un odio contra Israel que solo alcanzaba la judeofobia de los nazis.
Tachan el nombre de Israel igual que borran o quitan la cruz de los escudos deportivos para agradar más al cliente musulmán que cada vez impone más sus odios y sus condiciones en países libres que por esos hechos cada vez lo son menos. No alcanza la gente a ver que los ataques a Israel y los judíos son contra todas las sociedades libres. Que tendremos que defender nuestras democracias como Israel la suya. Y que si cae Israel cae el bastión clave en el muro de Constantinopla.
[Fuente: www.gentiuno.com]
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