Por Nicanor Gómez-Villegas
Rellenar papeles con garabatos puede llegar a convertirse en una
peligrosa obsesión. Muy pocos de los que incurren en ello dan en
escritores; la mayor parte ellos no pasan de ser escribidores o meros
grafómanos, bibliómanos o bibliofrénicos. Esta pasión es antigua, aunque
no anterior al lenguaje verbal, como es lógico. Muy pronto las
comunidades humanas sintieron la necesidad de poner por escrito en un
primer momento los menesteres prácticos y más tarde asuntos mucho más
elevados, como la memoria de la tribu, los embrollos de los dioses y los
héroes e incluso los sentimientos más profundos. Estamos hablando,
claro está, del nacimiento, primero de la escritura, más tarde de la
literatura. ¿Qué hubiera sido de nuestras vidas sin la literatura, sin
esa ampliación a lo largo, a lo ancho, en profundidad, hacia delante y
hacia atrás en el tiempo y en el espacio que nos permite evadirnos de
nuestra prosaica realidad o incluso dotarla de belleza e intensidad? La
invención de la escritura fue una auténtica revolución que comenzó con
inventarios de bienes, de cosechas o de reses en materiales varios:
pizarras, tablillas de barro o de cera, cortezas interiores de árboles y
más tarde papiros y pieles de animales. En el modo de denominar el acto
de la escritura y el material en el que esta se llevaba a cabo en las
diferentes culturas hay algunas constantes que hacen referencia, a veces
de modo inconsciente para los hablantes y escribientes de esas lenguas,
a esos orígenes.
Los griegos aprendieron de los fenicios las artes de la escritura
alfabética, mucho menos compleja que los ideogramas y jeroglíficos de
las escrituras linear A y linear B de las culturas minoica y micénica;
además del alfabeto importaron de aquellas tierras un material nuevo
para escribir: el papiro, que se obtenía de la manufactura de los tallos
de la planta homónima, pápyros, que crecía en las riberas del
Nilo, del Jordán y de otros ríos del Mediterráneo meridional. Pero los
griegos tenían otra palabra para denominar al papiro: býblos,
del nombre griego de la ciudad fenicia desde la que se importaba la
mayor parte del papiro: Biblos. Papiro acabó siendo el étimo de “papel”
y byblos del libro por excelencia: Ta Biblía, “La Biblia” o también “Las Escrituras”. ¿Y cuál era ―y es― el verbo griego para designar la acción de escribir? Graphein,
que significa “arañar” sobre tablillas de arcilla y más tarde escribir
con tinta en un papiro, siempre con un estilo, es decir, con estilo.
Los escritores latinos escribieron las joyas de su literatura en
papiro, que como tantas cosas importaron de Grecia, pero sus obras
recibieron el nombre de libros, porque en los albores de Roma se comenzó escribiendo en cortezas de árbol: liber. Por esa razón al acto de la escritura lo nombraron con el verbo scrivere, que significa precisamente, al igual que graphein, “arrascar” con un estilo, del latín stylus,
palo o instrumento de escritura. El papiro siguió siendo utilizado a lo
largo de la alta Edad Media. La cancillería papal, institución
conservadora por excelencia, utilizó el papiro hasta prácticamente
finales del siglo XI, momento en que fue reemplazado por un nuevo
soporte que ya se utilizaba desde la antigüedad, el pergamino, cuya
materia prima eran las pieles tratadas de los animales. El pergamino
tomó el nombre de la ciudad de la que procedía el material de mayor
calidad, la ciudad microasiática de Pérgamo.
Folio y hoja tienen su origen en el latín folio, “hoja de un árbol”, noción que se entronca con el origen vegetal de liber. A partir de esa palabra se formó libellus,
“libro pequeño”, “pampleto”, origen de nuestro libelo. Los pueblos
germánicos utilizaban también las cortezas de algunos árboles para
escribir, concretamente de las hayas. Por ello no es de extrañar que del
nombre de ese árbol en las lenguas germánicas, *bokiz (origen del alemán Buche y el inglés Beech) provengan Buch en alemán y book en inglés, y que el verbo to write proceda de una raíz protogermánica *writan que significa “arañar”. En sánscrito la raíz likh, “arañar” también está en el origen de la noción de escribir, como en la mayor parte de las lenguas indoeuropeas.
En la marina inglesa las observaciones diarias dignas de anotación se consignaban en un cuaderno de bitácora, log-book, porque el método para medir la velocidad de un barco consistía en un pedazo de madera ―log―
suspendido de un cabo. Y ese término náutico es el origen de la corteza
en la que se araña este artículo: un blog, contracción de weblog, que a vez es apócope de (World Wide) Web + log. Corteza de haya, pizarra, tablilla de arcilla o de cera, papiro, pergamino o un portátil. La escritura o la vida.
[Fuente: www.fronterad.com]
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