La primera imagen que uno encuentra luego de que Mauricio Rosencof abre la puerta de su departamento, ubicado a cien metros de Playa Malvín, es una reproducción de “La última cena” de Leonardo da Vinci, colocada encima de una mesa en la que el mantel deja descubrir que todo –platos y pocillos de café, servilletas, cestos con panes– siempre está dispuesto allí para hacer una pausa, comer y beber algo o seguir una tradición familiar. La segunda imagen que atrae la atención
es otra obra colocada junto a la ventana, casi al borde, como si su
destino fuera el de estar siempre dispuesta a saltar al vacío, a un
abismo poblado de utopías realizables. Se trata de un original de David
Alfaro Siqueiros, quien se lo obsequió a una figura muy ligada a la vida
de Rosencof: José “Tape” López Silveira, un militar que desertó del
ejército uruguayo y que llegó a ser, en la lucha contra el franquismo,
capitán de la 46ª brigada mixta del Ejército Republicano, cuyo coronel
justamente fue el artista mexicano. Parado entre ambas imágenes,
sonriente por sus 80 años recién cumplidos y con el mate humeante entre
las manos, el autor de Las cartas que no llegaron dejó que esa
tibieza acariciara su memoria y que en ese roce apareciera el recuerdo
de cuando conoció al Che Guevara (ver recuadro) a comienzos de la década
de 1960, el de la primera noche que volvió a ver a Isaac y Rosa –sus
padres– luego de peregrinar durante trece años de un cuartel a otro del
Uruguay, sobre todo, el de esos
escasos diez minutos que hacia fines de 1972 tuvo para mostrarle a su
padre que, a pesar de la brutalidad del destino, estaba vivo.
–La historia de esa visita ya la había contado en “Memorias
del calabozo”, el libro que hizo junto al “Ñato” Eleuterio Fernández
Huidobro. Pero ahora, el tiempo que recae sobre ese hecho parece que
hubiera aportado más detalles, como para 130 páginas.
–Sí, pero
no. La memoria tiene algo curioso e interesante: no tiene cronología.
Este hecho lo recuerdo con la misma nitidez que lo recordaba a las 24
horas o a los 15 días o al año de producirse. Cuando recordás imágenes
de tu infancia, no tenés la sensación de que ha transcurrido muchísimo
tiempo, está todo ahí, clarito. La memoria se acumula toda en un mismo
territorio, sin almanaque, sin calendario…
–¿Pero no trampea la memoria en ese lugar, en ese territorio?
–Y, sí, puede ser. No sé, no me detuve en eso. Pienso que la memoria selecciona.
–¿Y no será que la memoria a veces sirve para olvidarse de las cosas?
–Este
libro está relacionado con eso porque si bien se trata de un acto de
creación, en este caso un escritor que construye una novela, también es
un acto de compromiso y militancia que empezó cuando estábamos en cana,
bajo tierra, en calabozos de menos de un metro y medio, comiendo
cucarachas y bebiendo nuestra propia orina. El libro es parte de ese
pacto que hicimos con el Ñato de, si salíamos con vida y en condiciones,
dejar testimonio. ¿Para qué sirve entonces la memoria? En este caso,
para armar la gran barricada y contar esa peripecia en la que nos habían
metido, porque fijate que el coronel encargado del operativo que nos
llevó a la condición de rehenes declaró, públicamente, que ya que no
habían podido matarnos cuando caímos, nos iban a volver locos. La
memoria es ese pacto que dio origen a Memorias del calabozo, que se lo dedicamos a todos los compañeros que quedaron por el camino porque los muertos no tienen divisa, son la divisa. Desde entonces estoy en eso… El Bataraz, Sala 8, todo lo que sigo escribiendo tiene que ver con la misma historia.
–Hasta
“La Margarita”, que es una historia de amor de barrio, la escribió en
un calabozo, ¿no? Más allá de esos diez minutos que duró la visita de su
padre, ¿qué pasó antes?
–Yo estaba, hacía como nueve meses o
más, no sé, en la etapa de los interrogatorios. El que interrogaba, mirá
vos, era (José) Gavazzo. Para ese entonces ya había estado en el
Hospital Militar con dos internaciones, una en silla de ruedas porque me
la habían dado mal y no se me movían las patas, y la otra, por ahí…
también. Para resumirlo, estuve en la biaba corrida.
–¿Todavía no era rehén?
–No,
esa condición fue posterior. Entonces era una acción directa sobre el
sujeto, la otra fue con lentitud, llevándonos a un grado de
animalización tal que facilitaba la represión hasta del último guardia.
Pero ya que preguntaste por el antes, te cuento una de yapa. Resulta que
Zelmar (Michelini) estaba denunciando en el Parlamento el tema de las
torturas e incluso, por esa época, se rumoreaba que yo estaba muerto, es
por eso que le dan a mi viejo esos diez minutos para verme, para
confirmar que estaba vivo. El punto es que en medio de uno de esos
interrogatorios lo llaman a Gavazzo y se va. Al rato, caliente, vuelve
hablando a los gritos, diciendo: “¡Me llamaron del Comando General para
decirme que tome medidas de seguridad
en mi casa porque tu amigo Zelmar está denunciando que yo esto y lo
otro! ¡Mejor que él vaya tomando medidas de seguridad!” Mirá vos qué
dato. A raíz de eso decidieron un día sacarme del interrogatorio y le
conceden a mi viejo diez minutos para verme. Ahí empieza el libro,
cuando el viejo me mira y dice: “¿Dónde está mi hijo? Yo vine a ver a mi
hijo. Ese no es mi hijo.”
–Dice allí: “No tengo la más puta idea de cómo soy desde la última vez que me vi”. ¿Llegó a pensar que era otro?
–¡Pero
claro! Cuando perdías la categoría de humano para ser un objeto
despreciable te enajenabas, porque ahí no era posible vivir en el mundo
real. Una de las cosas que te quitaban era el nombre, pasabas a ser un
número. Esa es la historia más profunda de Diez minutos, la de
la identidad, por eso cuento de dónde vengo y dónde estoy. La identidad
es que tu madre te vea venir y te nombre, que te nombre el canillita en
la esquina, que te nombren en el mostrador del boliche. Si no te nombran
no sabés si sos vos.
–Y su padre no lo nombró…
–No me dio ni bola, pero tampoco podía dejarme morir por eso.
–¿Y ante esa situación, cómo no ablandarse, cómo no dejar de resistir? ¿Por qué no gritar? “¡Viejo, soy yo!”
–Esto que decís es interesante, porque otro pacto que nos hicimos con
el Pepe (José Mujica) y el Ñato fue decidir que nuestra militancia, en
ese momento, era resistir. Nada de dejarse tentar por la locura, nada de
suicidios, nada de nada. Si sabíamos que teníamos una visita nos
rearmábamos para no mostrar cómo nos tenían. La idea era no transmitir
desazón ni angustia, eso lo mascábamos nosotros. Esa resistencia es
inherente a la condición humana, no es un hecho ideológico.
–¿Y si hubiese sido su madre la de la visita de diez minutos?
–La
noche que salimos de la cana, después de la conferencia de prensa en
Conventuales, salí a ver a mis viejos, que estaban en un hogar de
ancianos. Hacía muchísimo que no los veía y entré como si me hubiese ido
por unos días. Estaban en la cama porque era tarde. El viejo me vio y
sonrió. Pero mi madre, que hablaba como preguntando, me dijo:
“¿Comiste?”. Si hubiese venido la vieja habría pedido que me dieran de
comer. Pero esa es otra novela.
[Fuente: www.revistaenie.clarin.com]
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