Por Horacio Otheguy Riveira
La tradición del humor judío argentino se viste de irreverencia también tradicional, pues dentro del amplio campo de su cultura centroeuropea siempre hubo un carácter de autoparodia modélica, junto con una profundidad que marcó con rasgos excelentes un concepto universal donde el arte y la unión de los contrarios dejaron huella.
El Gran Moldavsky arranca su show con música típica de sus orígenes y a lo largo de hora y media no para de meterse consigo mismo, la circuncisión y la amargura (“soy judío, así que si no me deprimo lo paso fatal”), pero lanzado al juego de tomarle el punto al universo, no se salva nada ni nadie: su exceso de peso, su hijo que estudia filosofía, su mujer que le compra la ropa que se le antoja, y con cualquier tema, lo que destaca sobre todo es el burlador porteño que no deja títere con cabeza porque no hay cuerpo que aguante tanta inmoralidad en los gobernantes ni seriedad que dure lo que dura un buen show, uno de veras, con músicos estupendos que entran y salen de tangazos de toda la vida con la misma calidad que con Adiós Nonino, la fantástica obra de Astor Piazzola, o un entrañable homenaje a Mercedes Sosa.
El barrido humorístico incluye sorna de parejas, de amigos, algunas escatologías de las que no se debe hablar en público, mucha comida enemiga de los flacos y el odio por las dietas estrictas de los que te obligan a compartir con horror una inmensa lasaña, y muchas cosas más que llegan a la capital del reino con un título decisivo: Moldavsky suelto por Madrid.
Micrófono en mano, no se cansa nunca, y si se tienen en cuenta las sonrisas de los músicos que le acompañan, queda claro que alterna un texto bien aprendido con mucha improvisación al dente de las risas de los espectadores, que siempre son abundantes. La sala llena y el deseo de que la juerga continúe. Si no la para de golpe el artista para volver a escucharse la frenética danza judía del comienzo, el público acabaría riendo incluso durmiéndose en la butaca.
[Fuente: www.culturamas.es]
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