De caleidoscopios y profundidades
Por María José Navia
Una termina de leer El lugar del cuerpo, del escritor boliviano Rodrigo Hasbún (1981), y es imprescindible salir a la superficie a buscar aire, en bocanadas desesperadas, luego de una o más horas sumergida en las profundidades de un personaje, Elena, al que le ha pasado mucho y que intenta hacer sentido de sus recuerdos a veces con la precisión y claridad de la escritura, a veces con las telarañas y trampas que pueden construir las mismas palabras.
“La vida para escribir la vida, aunque no se entienda” (p. 124), dice ella en un momento.
Y es que la historia se desarrolla no de forma horizontal –con anécdotas que se suceden unas a otras, que avanzan y se desplazan–, sino que de forma vertical: un descender hacia el fondo de los traumas que no queremos ver, en un pozo oscuro, mientras pies y brazos son rozados por presencias y objetos que no alcanzamos a distinguir con claridad [“No había porqué saber los motivos de todo, lo contrario era aún más saludable. Ir con los ojos cubiertos con un pedazo de tela negra. Tropezarse a cada rato, caerse y sangrar. Y ponerse de pie y seguir. Y recordarlo todo por si acaso” (p. 56)].
Hay bastante de angustia en esta novela. Si bien el tono es reposado, esconde abismos. Rodrigo Hasbún trabaja el lenguaje de tal forma que, en cualquier momento, te explota en la cara; o se abre bajo tus pies haciéndote perder el equilibrio. Así, la vida de Elena se explora a través de distintas instancias: el relato cronológico de su vida (desde la niñez a la vejez); la inclusión de reflexiones en cursivas sobre la novela que está escribiendo o quiere escribir (y quién sabe si no es la misma que tenemos en nuestras manos), una novela sobre una mujer joven que vuelve a empezar; así como también tenemos acceso a entradas de su diario de vida, que quedan doliendo como moretones.
Un ejemplo (un golpe, una cicatriz):
“3 de octubre. Los momentos en los que amamos menos a las personas a las que amamos. Los momentos en los que se nos ocurre que fácilmente podríamos darles la espalda, traicionarlos, olvidarnos de ellos. Los momentos más crueles o dañinos” (p. 107).
Elena fue abusada por su hermano durante su infancia. Es algo que sabemos desde el comienzo; aquí no se trata de develar un crimen oculto, sino que de ir absorbiendo de a poco sus efectos colaterales, sus repercusiones en el cuerpo, la memoria y, también, la imaginación de la protagonista. El abuso ensucia, ennegreciéndolo todo a su paso, aunque a veces pueda detenerse ese avance con el recurso de la escritura a la que es preciso afirmarse. Como dice Elena en un momento de sus reflexiones literarias:
“Pero es escribir o colgarse. Es escribir o cruzar la calle justo cuando pasa el autobús. Es escribir o que el filo de una navaja se abra paso” (p. 98).
Elena no busca compasión [“Una mujer de mi edad ya no dice tristeza. Una mujer que ya ha sufrido lo suficiente no dice tristeza” (p. 92)]. En un momento llega a afirmar que no se arrepiente de nada de lo que ha vivido, suufrido, escrito; pero sí expone su fragilidad, su vulnerabilidad, al lector. Comenta la narradora: “Era necesario que los que eran como ella estuvieran solos. Ellos, monstruos o dioses, debían romperse a solas. Nosotros, escribió en su diario, monstruos o dioses, debemos rompernos a solas, llorar sólo cuando no hay nadie más. Sobre todo después de la infancia. Ahí es bueno que haya gente aún” (p. 46).
En El lugar del cuerpo el recorrido no es de víctima a victimaria, ni del dolor profundo a la altura de miras de un perdón que neutralice todo. Acá hay una desesperación por vivir, una desesperación por contar: “El corazón en la mano y todavía late. Meterlo en una licuadora o hacerlo arder” (p. 91).
En Los días más felices, libro de cuentos del mismo autor, en cambio, si bien el uso del lenguaje sigue siendo fulminante, el caleidoscopio de historias que nos presenta es distinto. Si en El lugar del cuerpo el viaje era vertical, hacia las profundidades, en este volumen de relatos tenemos un conjunto de reflexiones de imágenes que, con un solo movimiento, cambian completamente el cariz de lo contado. En lugar de sumergirnos, aguantando la respiración –como en el caso de la novela–, acá paseamos con afán de voyeuristas, entrometiéndonos en los viajes de estudio de personajes adolescentes, en habitaciones de hombres solos que temen quedarse solos, o bien temen quedarse acompañados [“El tiempo es otra cosa cuando uno está solo. Se alarga, se detiene, deja de estar, y lo único que cambia es el color del cielo, la oscuridad que llega con la noche” (p. 105)], de mujeres que no saben cómo contar (a su padre, a su novio) que serán madres, o familias que son solo decorado, artificio: “Éramos los visitantes ilustres, una de las familias que había prosperado en la ciudad, y teníamos que aparentar que nos queríamos. Nos queríamos pero, en la ciudad, mamá y papá dormían en cuartos separados y podían pasar días enteros sin decirse nada” (p. 39).
Los días más felices, más que una afirmación, es una duda. Constante. Dolorosa. ¿Son estos nuestros días más felices? ¿Estos? ¿Seguro?
La respuesta, tal vez, se esconde en “Ladislao”, uno de los cuentos: “El principio está ahí, en ese recorrido inútil y sin embargo necesario, en esas horas muertas, en lo que está a punto de suceder. El principio de la alegría y el principio del dolor. El principio de las cosas que parecen para siempre y luego se acaban” (p. 47).
Leer a Rodrigo Hasbún es un ajuste de sentidos: acostumbrar los ojos a la oscuridad de sus profundidades, deleitarse con los chispazos del lenguaje en ellas; entrenar al oído para respetar murmullos y aplaudir estridencias.
Para seguir leyendo, siempre.
Rodrigo Hasbún, El lugar del cuerpo. Alfaguara, 2009.
Rodrigo Hasbún, Los días más felices. Duomo Ediciones, 2011.
[Fuente: www.ojoseco.cl]
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