segunda-feira, 13 de fevereiro de 2017

La importancia de no ser calvo

Imagen: The Walt Disney Company / Lucasfilm
Publicado por Manuel de Lorenzo

Tengo un amigo que es calvo.
Descubrí esta circunstancia la semana pasada, mientras tomábamos una caña en el bar al que acudimos todos los sábados. Hasta ese momento, la tarde estaba discurriendo con normalidad. Como cualquier pareja de amigos, acompañábamos los sorbos de cerveza con debates sobre asuntos de lo más banal como el relativismo lingüístico, las contradicciones de la teoría de la evolución teísta o la metaética y las implicaciones de la falacia naturalista. También sobre temas importantes como la presencia —o no— de cebolla en la tortilla.
De repente, algo llamó mi atención. Algo en lo que nunca antes me había fijado. Supongo que hay cosas en las que, sencillamente, jamás reparas, hasta que un día, sin previo aviso, acaparan toda tu curiosidad y el resto del mundo se desvanece. Sutilmente, observé la parte superior de la cabeza de mi amigo, que en ese momento se encontraba abstraído comentando las típicas obviedades sobre Alexander von Humboldt que se escuchan en cualquier cantina los sábados por la tarde. Había algo extraño en su cráneo. Algo inaudito. Me aproximé. Lo palpé con disimulo. Sin que se diese cuenta, traté de pasarle un pequeño peine. Fue imposible. Algo invisible, intangible, acaso inexistente, me lo impedía.
Gracias a la perspicacia que me caracteriza, comprendí de inmediato qué era aquello que tanto me desconcertaba. No sé cómo pude haberlo ignorado durante tantos y tantos años. No era una hecho cualquiera. No era una de esas circunstancias capilares que, en el fondo, a un amigo le dan igual. Todo lo contrario. Con sorpresa, pero también con dolor y frustración, descubrí que mi amigo estaba calvo. Mondo como una bombilla. Qué terrible disgusto. Qué profundísima decepción. Podría haberme esperado cualquier cosa de él. Cualquier vicio. Cualquier defecto. Pero aquello no. La calvicie no. Esa clase de contingencias deben avisarse. Un amigo nunca debería enterarse así, de sopetón. Es algo que, con toda seguridad, jamás seré capaz de perdonar.
Y el tipo estaba allí como si nada. Calvo perdido. En el medio de la gente decente y normal. Qué formidable grosería. Casi diría que le daba igual. Que no le importaba lo más mínimo. No es que ignorase su propio hecho piloso, como quien no se percata de que tiene una mancha de mayonesa en la comisura de los labios. No. Era perfectamente consciente de su alopecia. Allí mismo, mientras soltaba topicazos sobre Alexander von Humboldt, en su fuero interno sabía de sobra que estaba calvo. El muy sinvergüenza había perdido el cabello hacía años y jamás lo había mencionado. Nunca se había sincerado con nosotros. Con sus amigos. Con sus seres queridos. Al contrario. Continuaba haciendo vida normal. Presentándose en el trabajo, en los bares y en la vida misma con toda la calvicie al aire.
Comencé a sospecharlo cuando, a propósito de una alusión a la obra de John Barth para ilustrar el asunto de la tortilla, comentó que, casualmente, el escritor estadounidense se había quedado calvo a la misma edad que él. Ese fue el instante preciso en se activó mi sexto sentido. Levanté la barbilla, lo miré con esa cara que pone la gente que no ve bien de cerca y pensé: «Un momento, a ver si este tío va a ser calvo». Y comencé a recopilar pruebas.
El primer dato interesante que tuve en cuenta en mi análisis fue que, desde que conocía a mi amigo, jamás lo había escuchado hablar sobre alguna visita reciente a la peluquería. Es más, nunca me lo había encontrado en una. Profundizando en esta línea de investigación, recordé que no lo había visto mal peinado o despeinado ni una sola vez, lo que podría ser síntoma de delicadeza y pulcritud pero también de una calvicie incontestable. Cuando lo acompañaba de vez en cuando a hacer la compra, nunca lo veía meter en la cesta un bote de champú. Tampoco decía cosas como «hoy tengo el pelo muy graso» o «pues yo tengo el pelo de color castaño». De conversaciones sobre recortarse el flequillo, teñirse las canas o dejarse coleta mejor ni hablamos.
Mis pesquisas continuaron por estudiar —allí sentado, mirando al techo, mientras el otro seguía erre que erre con von Humboldt— la extraña conducta que a veces tenía mi amigo. Cuando íbamos a la playa, por ejemplo, se untaba la parte superior de la cabeza con crema protectora para evitar, según sus propias palabras, quemaduras en la piel. Un comportamiento que, a priori, encajaría con su presumible condición de calvo. Otra cosa rara que hacía era pasarse la cuchilla de afeitar por el cuero cabelludo. Lo descubrí en plena faena hace un par de años en el cuarto de baño de un camping de Tarifa al que fuimos con unos colegas a pasar el verano. ¿Cómo podría alguien con pelo afeitarse la cabeza y seguir teniendo pelo? Cabía deducir que, en efecto, el muy embustero no tenía pelo alguno.
Dadas las circunstancias, comprendí que lo más aconsejable era pasar a la acción. Averiguar de un modo directo, inmediato, si estaba calvo o no. Utilizar una fórmula eficiente y astuta que impidiese la ocultación de pruebas. Él no debía sospechar de mis intenciones. Debía ser sagaz como un zorro. Resuelto como un armadillo. Ágil como un mono bastante ágil. Había llegado el momento de la prueba definitiva. Aprovechando que se había levantado de la silla un instante para escenificar cómo tendía la ropa Alexander von Humboldt, me puse de pie a su lado, aguardé a que se sentase de nuevo y, cuando por fin lo hizo, tras unos veinte minutos de minuciosa escenificación, le dije: «Oye, ¿tú eres calvo?». A lo que él contestó: «Sí, claro». Y ahí fue donde lo descubrí. Donde se reveló la verdad. Donde desenmascaré a aquel embaucador que iba por la vida actuando como si tuviese pelo. Tal vez pensó que lograría engañarme, pero nadie escapa de mis hábiles emboscadas.
La alegría, no obstante, no me duró mucho. Al suave y melifluo sabor del triunfo lo sucedió la amargura de la evidencia. Ay… Mi amigo, mi colega de toda la vida, mi leal camarada era calvo. Pero no un calvo aceptable como Samuel L. Jackson en Star Wars o John Malkovich en Con Air, sino un calvo intolerable como Samuel L. Jackson en Los vengadores o John Malkovich en Cómo ser John Malkovich. En un primer momento no quise creérmelo. Elegí negar la realidad. El camino fácil. Pero la demostración de la alopecia era irrefutable y aquello me partía el corazón.
Ser calvo, como todo el mundo sabe, es propio de personas maleducadas. No está bien. Pero si encima se actúa con absoluta normalidad, se convierte en una explícita falta de respeto. Porque con ello se está traicionando la propia historia del ser humano. En Esparta, por ejemplo, los hombres acicalaban sus cabellos antes de la batalla como símbolo de masculinidad. Tras la pérdida de un ser querido, sin embargo, en señal de duelo, la costumbre era llevar el pelo alborotado para no dar buena imagen y evitar tentaciones lascivas. En toda Grecia, las mujeres se rapaban cuando sus esposos perecían, y el corte de pelo servía, además, para indicar el final de la infancia. Así se refleja en una bella escena de la Ilíada de Homero en la que un Aquiles adolescente consagra su cabellera al río Esperio. Pero también en el Coéforos de Esquilo, cuando Orestes ofrece la suya al río Ínaco. Herodoto nos cuenta, a su vez, que los jóvenes de Delos deslizaban sus melenas sobre las tumbas de Laódice e Hipéroca antes de casarse; ritual que se realizaba en honor a Hera en Argos, a Ifínoe en Mégara y a Hipólito en algunas zonas del Ática.
Pero también en Egipto se producía una asociación entre el corte de pelo y la edad. Al contrario que en Grecia, a los niños se les afeitaba la cabeza hasta que alcanzaban la pubertad, momento en el que se les permitía llevar el pelo largo. El peinado era también un indicativo de la clase social del individuo, correspondiendo el pelo largo y las extensiones a las élites y el pelo corto con flequillo a los trabajadores. Sin embargo, el cabello como símbolo identitario no es una simple anécdota de la antigüedad. He ahí la tonsura romana de los monjes católicos, el estilo Luis XIV en la Francia barroca, la locura ornamental de la España hipster. Si no fuese por el pelo, no habría hippies. Los apaches y los sioux, en lugar de cortar la cabellera a sus enemigos, les cortarían cualquier otra cosa colgante. El hair metal sería solo pop. Y en los ochenta no habría forma de distinguir a un punki de un yonki normal. Incluso en el Antiguo Testamento se prohíbe al pueblo hebreo afeitarse la cabeza (Levítico 19:27) y se menciona la calvicie como maldición divina (Ezequiel 7:18).
El problema es que para poder hacer todas esas cosas, para poder asignar al peinado un valor como símbolo social, económico, ideológico o religioso, es necesario tener pelo. Ya no digo un pelazo. Con un pelo enclenque y estropajoso es más que suficiente. Pero todo eso a los calvos les da igual. Se comportan como si no les importase. Van por la vida siendo calvos, sin pudor alguno. Ajenos a su condición antinatural. Insultando con su conducta nuestras tradiciones vellosas y principios capilares. Mostrando un ultrajante desprecio por el sentido de la decencia.
En cuanto me di cuenta del descaro de mi amigo, decidí marcharme sin dirigirle siquiera la palabra. Me levanté del taburete, desmenucé un puñado de monedas sobre la barra, cogí mi abrigo y me di media vuelta. Cuando me aproximaba a la salida, lo escuché vocear desde el fondo del bar: «¡Eh, Manuel, que sepas que se te ve el cartón!». No tengo ni idea de a qué se refería, pero comparado con lo suyo dudo mucho que tenga la menor importancia.
[Fuente: www.jotdown.es]

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