quinta-feira, 17 de novembro de 2016

Blasfemar es bueno para usted, coño

                                                                                                                                Imagen: HBO

Publicado por Toni García Ramón

En 2004, en uno de esos experimentos que solo se le pueden ocurrir a un científico con mucho tiempo libre, un investigador británico decidió probar el poder de maldecir. Reclutó a un centenar de estudiantes y les conminó a meter la mano en una palangana llena de hielo. Unos debían reaccionar con normalidad y lenguaje adecuado y el resto lo contrario: acordándose de la madre del científico, soltando improperios e insultos al por mayor. Eso sí, tanto los unos como los otros debían mantener la mano en la palangana el mayor tiempo posible.
Las conclusiones fueron esperanzadoras para la humanidad: los que blasfemaban aguantaban significativamente más que el resto. Ese test, marciano como pocos, fue el que empezó la tendencia que afirma que los que maldicen (en voz alta) son mucho más felices, soportan mejor el dolor, y tienen una vida más plena.
Richard Stephens decía en su reveladora Black Sheep: The Hidden Benefits of Being Bad que para faltar al respeto a alguien necesitábamos recurrir a la parte más «vieja» del cerebro, situada en el hemisferio izquierdo, que utilizábamos poco o nada. Por ese motivo, insistía Stephens, «blasfemar es bueno para la agilidad mental, al contrario de lo que pudiera creerse». Michael Adams, otro experto en la materia, afirmaba que no había nada malo en ser un rebelde y concluía que, al contrario de lo que se piensa, el uso de palabras malsonantes se produce más en la clase media y media alta que en la clase baja, y que el riesgo que acarrea utilizar este tipo de lenguaje lo hace mucho más accesible a los poderosos. No lo decimos nosotros, lo decía la Universidad de Lancaster en 2004: «Llegados a cierto punto en la escala social a la gente le importa muy poco lo que piensen los demás».
Stephens, un tipo sabio, basaba sus pesquisas en un estudio con pacientes afectados por el síndrome de Tourette y monitorizados a tal efecto, que mostraban un uso habitual de las partes menos activas del cerebro.
Los anglosajones, siempre a la vanguardia, tienen hasta un género literario dedicado al insulto y a la ofensa (desde el ensayo y la tesis, claro) cuyos últimos ejemplos son In Praise of Profanity y The F Word. El segundo, del mencionado Michael Adams, no pasa de ser una recopilación de obras anteriores muy bien hilada (ya decía Voltaire que ser original era copiar con criterio), pero el primero es una magnífica obra de consulta para los amantes del arte de maldecir. En la línea de obras magnas del género en el siglo XXI, con James McCawley y Allen Walker Read a la cabeza, In Praise of Profanity habla de los tabúes del lenguaje que constantemente (y por ese mismo motivo) son ignorados por los estudiosos, como si insultar no fuera una parte intrínseca del lenguaje y una intriga en sí misma. Además, el profesor Adams ejemplifica con la expresión «gallina de mierda» que los insultos son vocablos que se mudan fácilmente de un idioma a otro y él mismo cita nueve ejemplos de la misma expresión utilizados a lo largo y ancho de Europa y la Gran Bretaña.
La estudiosa del tema Melissa Mohr dedicó varios años al estudio del tema en Oriente Medio, donde muchas de las palabras consideras ofensivas en Occidente resultan inofensivas, pero, en consonancia, palabras tan habituales como «joder» podían enviarle a uno a la cárcel.
Mohr afirmaba que vocablos como «coño» resultaban absolutamente asépticos en determinadas comunidades de la India, en las que verse desnudo resultaba algo habitual y por tanto quedaban desprovistos de cualquier carga simbólica, negativa o positiva. «En Japón —decía Mohr en una entrevista en la cadena de televisión británica BBC— llamar “tonto” a alguien puede traer consecuencias imprevisibles, cuando en español o inglés es algo absolutamente habitual».
Un estudio de la Universidad de Chicago en 2011 afirmaba que los que blasfeman en voz alta después de darse un golpe sufren menos dolor que los que no lo hacen (la metodología del experimento nunca estuvo demasiado clara, pero siendo de la ciudad del viento otorguémosles cierta credibilidad). Adams utiliza también algo parecido al mencionar el libro H Is for Hawk (de Helen Macdonald), donde su protagonista emplea las expresiones malsonantes de un modo casi medicinal para superar su propio (y a la postre inevitable) destino, escribiendo insultos en mayúsculas en su diario después de perder a su padre: «AGRADECERÍA QUE ME DEJARAN EN PAZ DE UNA PUTA VEZ», dice Macdonald (en mayúsculas en el original).
Y como ni en el asunto de blasfemar somos únicos, el doctor William Hopkins, de un centro estadounidense dedicado al estudio de los primates, comparaba el uso de un lenguaje «ofensivo» por parte de los humanos al lanzamiento de las heces por parte de algunos simios. «El acto de lanzar heces contra los cuidadores requiere un dominio de ciertas herramientas psicomotrices que nos hace pensar que estos animales pueden llegar a un nivel superior de comprensión y uso de sus capacidades», decía Hopkins. El pensador Steven Pinker, otro de esos tipos dedicados en cuerpo y alma al estudio de la palabrota desde un ángulo más amplio que el inicialmente previsto, repetía en su libro de 2007 The Stuff of Thought que insultar obligaba al sujeto (insultador) al uso de ciertas partes del cerebro que no son las mismas que se utilizan para el uso del lenguaje habitual y que eso era indiscutiblemente beneficioso para el hombre/mujer que escogía estas (y no otras) palabras en su rutina diaria.
Un estudio de 2013 sugería que aquellos que de pequeños habían sido castigados por usar un lenguaje blasfemo mantenían después una vida mucho más recta y virtuosa (nuevamente, la metodología del estudio resultaba algo dudosa) que los que se habían regido por conductas estrictas en su adolescencia/juventud. Una universidad de Nueva Zelanda que se dedicó durante meses a analizar la conducta (verbal) de un centenar de obreros llegó a la conclusión de que aquellos equipos que se manejaban entre sí con un lenguaje más soez, mantenían después mucho mejor la compostura ante desconocidos, mientras que los que parecían más modosos perdían la paciencia con mucha más facilidad. Otra versión, empírica, de aquello tan socorrido de «perro ladrador poco mordedor», pero con galones y por escrito.
La otra gran culpable de la salida del armario del insulto y la descalificación es la televisión por cable. Sabido es que cuando Estados Unidos se resfría el resto del mundo estornuda, así que cuando el tradicional reinado de las cadenas generalistas (por así llamarlas) se vio sacudido por la llegada de —sobre todo— HBO, el lenguaje catódico cambió también, y el vocabulario soez se hizo popular entre el público: desde las arengas de Tony Soprano al imperial uso del fuck y el motherfucker en The Wire, el tipo que antes sudaba con los pitos que ocultaban cualquier expresión malsonante se vio de repente sorprendido por el mismo lenguaje de bar que mamaba en sus salidas nocturnas. Incluso tomó embestida el The Routledge Dictionary of Modern American Slang and Unconventional English, un mamotreto estadounidense que engloba todas las acepciones de la palabra fuck (por ejemplo, el legendario eye fucking, que significa simple y llanamente que alguien te ha aguantado la mirada dos segundos más de lo permitido. El eye fucking ha sido utilizado durante años por los patrulleros americanos para justificar detenciones y arrestos). La llegada de una televisión desencajada y temeraria, arropada por el paradigma del capital y la libertad que le otorgaba pertenecer a un ámbito nuevo, sin reglas aparentes, convirtió lo soez en la norma: todos los shows tenían su dosis de escándalo, escándalo que se esfumó en cuanto se sumaron al juego una docena de nuevos agentes.
Adams reconoce el mérito de The Wire (eterno sujeto teórico en cualquier discusión sobre sociedad, política y cultura) a la hora de alzar la conceptualización de un lenguaje que acerca al pasajero a la acción en lugar de alejarle. El uso de un vocabulario eminentemente callejero, cortesía de tipos como George Pelecanos o Richard Price, recordaba a la audiencia que no estábamos ante héroes de armadura reluciente sino de tipos que bebían, follaban y vivían en una amargura que solo mitigaban (momentáneamente, por supuesto) el alcohol y la adrenalina de la calle.
Experimentos dudosos aparte, y más allá del extenso apartado teórico que se abre ante los amantes del lenguaje, es indiscutible que el improperio desahoga e higieniza, y sirve de desengrasante en los conflictos interiores (y exteriores). No importa que sea un «joder», un «coño», o un «me cago en todo», la sola verbalización del mal que nos acecha o de ese ser vivo que nos putea nos conduce a un estado de paz que no llega por otros medios. Así que —sin ofender a nadie más que usted mismo— recurra a esa explosión de vocablos coloristas siempre que le apetezca, al fin y al cabo, blasfemar es tan humano como respirar y sienta casi mejor.

[Fuente: www.jotdown.es]

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