sábado, 28 de abril de 2012

El diccionario anacrónico, androcéntrico, inútil

Leo hace días un interesantísimo y bien trajeado escrito de Eulàlia Lledó y Mercedes Bengoechea titulado “Las miradas cruzadas: Análisis de la presencia femenina en una muestra del DRAE” (enlace de descarga al pie del presente).

En él las autoras desmenuzan y desnudan al diccionario normativo del castellano, el que suscribe la Real Academia, en busca de marcas sexistas (o, más propiamente dicho, androcéntricas) contenidas en el infolio.

De tanto en cuanto leo u oigo a quienes acusan al diccionario de contener vocablos o definiciones que laceran o degradan la dignidad de ciertos colectivos. Vale, en buena parte es cierto, pero no veo cómo evitarlo del todo. Las palabras no son inocentes, muchas de ellas fueron creadas o adoptadas específicamente para humillar, insultar y menospreciar. El diccionario, cualquier diccionario, debe reflejar lo altivo del lenguaje, pero también sus bajezas, o entraríamos en un proceso de ocultación rayano en la hipocresía, que considero mucho más peligroso ideológicamente que mostrar descarnadamente cómo somos y cómo hablamos.

La voz “marica”, por ejemplo, viene definida hasta hoy como “Hombre afeminado y de poco ánimo y esfuerzo”. Eso, claro, puede no parecerle apropiado a un varón homosexual que no se considere afeminado y cuyos ánimos y esfuerzos sean tan intensos como los del que más.

Sin embargo, hartas veces se ha usado y se seguirá usando el término como provocación o agravio basándose en una homofobia cultural de la que es difícil escabullirse completamente: “y si los hombres de hoy fueran verdaderos hombres, joven, y no unos maricas de mierda” (Cortázar, Rayuela). Escamotear ese sentido peyorativo y rufianesco de la palabra y hacer como si no existiera por la vía de la invisibilidad de lo inaceptable me parece contrario al procedimiento científico y no creo que solucione nada.  

Cortázar quedará como testigo de que uno de sus personajes recurría a la bellaquería de asociar marica a “hombre de poco ánimo y esfuerzo”, ¿o también debería el autor argentino haber silenciado que existen personas que hablan así?

Sin embargo, retomo el hilo, el planteamiento de Eulàlia y Mercedes, es algo distinto. No es una cuestión de ocultar lo que significan las palabras, sino de redactar las definiciones y organizar las entradas de una forma mucho más en consonancia con las ideas y el lenguaje del siglo XXI y, ya de paso, con mucha más asepsia científica y lingüística.

No me parece un trabajo académico de calidad mantener en algunas definiciones eufemismos baratos y pasados de moda como “mujer ligera de cascos”, “de vida alegre” o “de mala vida” (¿en qué quedamos?). ¿No encuentran los lexicógrafos mejores, menos socarronas y más explícitas expresiones para definir vocablos que se aplicaron y aplicarán a féminas que escandalicen con una sexualidad indisimulada o que sencillamente sean prostitutas, mayormente a su pesar?

Como tampoco parecen tenerlo claro a la hora de establecer femeninos, sobre todo en cargos y profesiones que, ciertamente, en ocasiones eran inusuales no hace tanto, pero sobre los que ya no cabe duda.

En la edición 22ª del Diccionario de la Real Academia la palabra “monarca” aparecía como exclusivamente masculina y descrita como “Príncipe soberano de un Estado”. Para la próxima edición impresa el sustantivo ha mutado a género común y encabezando el significado “Jefe del Estado de un reino” (y luego se pierde en disquisiciones que no sé si serán aplicables en todos los casos, pero no íbamos a eso).

Reina, sin embargo, era “Esposa del rey” y luego, en orden de prioridad, “Mujer que ejerce la potestad regia por derecho propio”. La modificación prevista para la próxima edición invertirá el orden de acepciones. No han juzgado conveniente trasladar la misma definición que “rey: Monarca o príncipe soberano de un reino”. ¿Es tan complicado que reina sea “monarca o princesa soberana de un reino”?

Por cierto, no existe para “rey” la acepción “esposo de la reina”. En realidad ni siquiera se plantea la expresión “rey consorte”, que es la habitualmente empleada para los varones que han matrimoniado con damas monarcas: “No había más rey consorte que el hijo de Carlos V” (Galdós, Ayacucho). Tampoco “duque” se contempla como “esposo de la duquesa”, y creo que no faltan ejemplos en la prensa rosa en que se usa claramente con ese sentido.

Pero peor definición se le depara a virreina que es, primero, la mujer del virrey y, segundo, “mujer que gobierna como virrey”. ¡Pues no señor!, gobierna como virreina que es por derecho legítimo y no en guisa masculina como pretende el diccionario ¿Era tan difícil poner “Mujer que gobierna sobre un territorio virreino”?

En realidad, todas esas entradas son eufemismos y disimulos de pobrísima calidad filológica y culturalmente periclitadas: Reina, duquesa y virreina son los femeninos de rey, duque y virrey respectivamente, etimológica y semánticamente indistinguibles, y no vocablos distintos en los que haya que recurrir a giros y componendas. Y eso rige igualmente para fiscala, jueza, alcaldesa, gerenta, clienta y varias decenas de entradas que podrían resolverse con un simple “femenino de” (ya, que por qué no al revés, ellos “masculino de”; pues miren, al menos debería hacerse así en azafato, matrón, modisto, costurero y otras en las que la tradición del lenguaje presupone feminidad).

Pues si así trata el Diccionario a la nobleza, imagínense para las profesiones mucho más humildes. Lo cierto es que el diccionario académico es feraz en acepciones que entienden que la posición de una mujer es subsidaria de la de su pareja (boticaria, almiranta, sombrerera, … son habitualmente “mujer de…”), así como que mantiene todavía una larga serie de profesiones que explícitamente invisibilizan a las mujeres que las pudieran ejercer: alfombrista, carretillero, alquimista o carrocero aún se definen como “hombre que…”. Pues tengo yo una amiga, catadora profesional (y titulada) de aceites y vinagres, a la que advertí que no existe tal femenino en el DRAE ; me contestó, con todo su derecho, una obscenidad irreproducible aquí pero que traduciré como que “le importa un comino”.

Si la sociedad está cambiando apresuradamente, el idioma le sigue a cierta distancia y el Diccionario se queda aún más retrasado, este último corre el riesgo de convertirse en un tocho anacrónico, inútil y poco interesante.

Quedan dos años para que la institución publique sobre papel su vigésimotercera versión, y los recursos de edición y revisión que proporciona la tecnología harían posible una cirugía reparadora importante y necesaria. Pero para eso hacen falta voluntad y mentalidad, y no tengo claro que la institución ande sobrada de ninguna de esas virtudes; ya saben: “…de poco ánimo y esfuerzo”.

Por Román Paladino: Miguel A. Román


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