Hay un episodio que me sucede constantemente, tal vez
para corroborar que el hombre es el único animal que tropieza, no dos, sino mil
veces con la misma piedra. Ocurre cuando leo o escribo y me sobreviene la duda o
el desconocimiento acerca de alguna palabra. Entonces voy presto a alguno de los
diccionarios que poseo en busca de claridad. Sin embargo, no es raro, que me
suceda como a Hansel y Gretel, que pierda la senda de vuelta, internándome más y
más cada vez en el fantástico bosque de palabras. Al cabo de un tiempo, caigo en
la cuenta de mi extravío y me requiero, « ¿Qué fue lo que vine a buscar?»
Resulta que hojeando y hojeando para hallar la palabra que necesito saber,
tropiezo con otras que me cantan y encantan, sirenas de hechizo, me detienen, me
hacen pensar en ellas, palparlas, acariciarlas, y se me va el tiempo y el rumbo
de mi inicial salida. Incluso puede ser que olvide la palabra que me empujó
hacia el diccionario y deba volver a la lectura o el texto que pergeño, no sin
el virtual riesgo de que vuelva a incidir en el descarrío.
Esta verdadera y episódica aventura viene a cuento porque, como soy un lector gorrión, que anda siempre revoloteando entre textos, acabo de dar con la noticia de que un 15 de abril, en el año 1755, el venerable doctor Samuel Johnson publicó su muy estimable A Dictionary of the English Language. Este mastodonte de la lexicografía (46 por 50 centímetros), no solo contenía una vasta cantidad de vocablos (42 773), sino que, además estos venían generalmente acompañados por citas (aquí estaba su mayor innovación), unas 114 000, que ilustraban el uso de las palabras incluidas. Las menciones provenían de autores distinguidos de la lengua inglesa como William Shakespeare, John Milton y John Dryden, pues el doctor Johnson pensaba que el verdadero sentido de las palabras había que deducirlo del uso que le daban los que mejor las empleaban, es decir, los escritores genuinos. Aunque la obra no le dio mucho rédito (solo crédito) a este hombre que trabajó casi solo por nueve años para compilarla, se alzó como un modelo para subsiguientes lexicones en lengua inglesa. De todos modos, Johnson hubiera quedado en lugar cimero de la literatura inglesa, pues fue un polígrafo que cultivó con eficacia, además de la novela, la biografía, el ensayo y la crítica literaria, siendo uno de los primeros en acercarse eficazmente al Genio de Stratford del Avon.
El Dictionary… fue una obra por encargo, pues los impresores y libreros estaban insatisfechos con los diccionarios ingleses existentes hasta entonces. Fue así que contrataron a Samuel Jonhson en 1746 para que acometiera la colosal tarea. Hay que decir que, con el Renacimiento, no solo apareció la imprenta de tipos móviles que facilitó la publicación de libros, sino que permitió su mejor circulación, con un consecuente abaratamiento, e hizo más accesible la lectura, la traducción, así como la ampliación del número de lectores. Esto generó consecuentemente una creciente demanda de libros. Ya se entenderá, que en el maremágnum de escritores, cajistas, impresores y todos los que tenían que ver con la manufactura del libro, se imponía una base de datos (como diríamos ahora) generosa y fiable para que la lengua no perdiese coherencia.
Se sabe que esta necesidad surgió con la misma escritura, de manera que no resulta extraño que los creadores del sistema grafico de representar el habla, los sumerios, fueran a la vez los primeros en tener algo parecido a un diccionario hacia el 2 300 antes de Cristo. Se sabe que, como en casi todas las cosas (ahora solo las han globalizado con mayor arremetida), los chinos estuvieron entre los pioneros y tres siglos antes de Cristo, según el documento que ha sobrevivido, ya tenían su propio lexicón. Entre los griegos, un autor se dedicó a formar una suerte de glosario con vocablos extraídos de las obras homéricas. Se denominó Palabras desordenadas y lo escribió Filitas de Cos, en el siglo IV antes de la era actual. El Amarakosá, en sánscrito, sin embargo es más tardío. Lo compiló hacia el siglo IV después de Cristo el autor Amara Sinha y contiene unas diez mil palabras, lo que es poco si lo comparamos con lo realizado por el doctor Johnson. Por supuesto que las condiciones eran diferentes y no había una tradición que sirviera de plataforma.
El español, a pesar de poseer documentos escritos desde el siglo X de Cristo, solo a inicios del XVII tendrá su diccionario. Este fue compuesto por el humanista toledano Sebastián de Covarrubias. Su Tesoro de la lengua castellana o española de 1611 es un primer intento por acopiar las palabras del castellano con información histórica de su procedencia, además sobre su empleo en el momento de la publicación. En 1713, se creó la Real Academia Española, la cual contaría entre sus funciones la de producir un diccionario modélico. Entre 1726 y 1739 aparecieron los seis volúmenes del Diccionario de autoridades. Luego se adoptó la idea de compendiar toda la información en un solo cuerpo. Fue por esta razón que, en 1780, salió el primer Diccionario de la lengua española auspiciado por la Academia que lo ha seguido publicando desde entonces.
En nuestra lengua hay una serie de obras lexicográficas de auxilio vital para los interesados. Entre ellas destacan el Diccionario crítico etimológico de la lengua castellana del catalán Joan Corominas, que constituye la base de los estudios acerca de la procedencia de las palabras de nuestro idioma. El Diccionario de dudas y dificultades de la lengua castellana, publicado en 1961 por el madrileño Rafael Seco, de utilísima ayuda en casos muy especiales de empleo. También e distingue el de María Moliner, «la mujer que escribió un diccionario», al decir de García Márquez, uno de sus admiradores. La zaragozana quiso hacer un glosario que partiera de los campos ideológicos de la lengua, por lo que laboró durante quince años para obtener su Diccionario de uso del español (1967), dos tomos que rozan las tres mil páginas. Por último, debo señalar la contribución de dos colombianos con el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana. Este trabajo lexicográfico fue iniciado por Rufino José Cuervo a inicios del siglo XX y solo concluido al finalizar el mismo, en 1994, con la cooperación de Miguel Antonio Caro. La obra final, en ocho volúmenes, define, explica y ejemplifica el correcto empleo de unas 9 500 voces.
La imaginación certera del pueblo ha canonizado este tipo de libro como «mataburros». Nada más apropiado pues ayuda a aniquilar el burro o ignorante de su propia lengua que todos, en alguna medida, llevamos dentro. Es que damos por hecho de que, como nos las arreglamos para vivir, medrar y compartir, con el modo en que hablamos, pues sabemos la lengua. Sin embargo, nada más hay que pasear un rato por las avenidas del diccionario para darse cuenta de las falacias, imprecisiones e ignorancias que entorpecen nuestras potencialidades para comunicarnos con los otros.
Siempre recuerdo, el chiste de un personaje del humor vernáculo, Bernabé, que lanzaba parrafadas para apabullar a alguien. En ellas incluía ciertas palabras que, al preguntársele por su significado, resolvía la cuestión con un, «No, sé, pero suena bien». Esto es más común que lo que el chiste puede representar. Es que uno aprende por contacto, dando brazadas, tal como ve hacer, en el río de la lengua. Así uno va fijando determinados usos que, muchas veces, son meros clichés y, en no pocas ocasiones, derivan de empleos inadecuados. Se oye y se repite porque, además, todos entendemos lo que en realidad no es pero parece ser. O sea, que en definitiva es, pues el uso se impone. En el habla cotidiana funciona la intuición de las palabras versus el conocimiento exacto. El hábito impone un margen de aproximación que nos ayuda más o menos a trasmitir y recibir información. Esto nos puede jugar una mala pasada. Recuerdo un simple campesino que aleccionaba a unos alumnos por haber obrado mal con unas posturas de plantas en el campo. Al recriminarlos les soltó que ocultar, y por tanto dejar morir, las posturas, era un hecho «doloso y culposo». En voz de aquel rudo pues sonaba a disparate aquel doloso y así machacaron su imagen riéndose los leídos alumnos. Como siempre, me refugié en el diccionario y pude al otro día advertir a los burlones que habían sido los burlados por su ignorancia.
Desde niño sentí una inexplicable fascinación por el diccionario. En la biblioteca, en casa de algún amigo o en mi hogar (cuando pude tener uno), la palabra «Diccionario» saltaba desde la cubierta y tocaba trompetas de misterio. No podía resistirme a cogerlo, abrirlo, sumirme entre las filas de maravillosas palabras. Allí estaba toda la historia del hombre, sus ideas, sus actos, sus emociones, sus anhelos y derrotas, comprimidas en unas líneas que, al combinarse, formaban el complicado mundo. Siempre he soñado con la posibilidad de un relato que siga el derrotero de una palabra, en las diversas ocasiones y contextos en que se ha utilizado. Describir cómo, cuándo, por qué y para qué, alguien dijo la palabra «mujer», «amor», «luz», «mar», «lluvia», «sonrisa»… En ese mar me extraviaba, como Simbad, para hallar riquezas y fenomenales aventuras, siguiendo el rumbo de las estrellas del alfabeto, en un ámbito nítido y ordenado que luego integraba a la compleja realidad de mi comunicación personal. Me interesaba ver de dónde venían las palabras, cómo era que llegaban a significar algo que no estaba en los inicios, por qué podían contener tantos sentidos distintos y cómo de un sitio a otro variaban los modos de llamar una realidad semejante.
Creo que es ese hechizo que ejercen las palabras en el individuo son un signo básico de los genes de un escritor. Ya después uno no se podrá desprender de su fértil sombra y su dedicada ayuda. Mientras crece el escritor uno necesita precisar mejor cómo se llama un gesto, como se nombra una planta, una flor, un ave, cuáles son las estrellas que nos iluminan, cómo se decía eso mismo hace cien, trescientos, seiscientos años… En fin, uno necesitará más diccionarios: de botánica, de historia, de mitos, etc. Siempre he creído que existe una analogía entre la pobreza mental y la pobreza de vocabulario, o sea, que mientras menos vocablos empleamos al pensar o hablar, creo que es más limitado el universo donde nos movemos y que hacemos nuestro.
Es por eso que precisamos de la compañía amorosa de los diccionarios. Después de todo, no hay nada tan martirizante para un escritor que el acto de encontrar la palabra que brinde el sentido más cabal de lo que quiere decir. Sobre todo cuando hay matices y sutilezas que desbordan los límites de una palabra. Piense el lector solamente en lo que se expresa con un dedo: cuando se mueve hacia los lados para negar, cuando se inclina hacia adelante para corroborar, cuando se vuelve un gusano que agita su cola de arriba atrás para llamar, cuando se alza inclinándose hacia delante insistentemente para advertir, cuando se detiene recto para pedir un instante… y todos estos significados hay que describirlos pues no tenemos verbos para ellos. Así sucede con numerosas acciones que debemos complementar con otras palabras para redondear su significado.
Sin embargo, me maravillo con la cantidad de vocablos de desconozco. Quizás hasta alguna de las acciones que deseo expresar y me veo forzado a decirla mediante una paráfrasis exista y simplemente no la conozco. Sueño con el día en que los ingenieros genético-informáticos sean capaces de colocarnos un chip en la mente que nos permita contar a nuestra disposición con toda la intimidad de las palabras. Incluso, la posibilidad de que este nos traslade de un idioma a otro. Así podríamos dominar todas las lenguas (digo, si estas sobreviven a la posibilidad del apelmazamiento de las demás en una sola, a partir del inglés de los correos electrónicos) sin necesidad de intermediarios.
Mientras, siempre será útil y atrayente abrir un diccionario y adentrarnos en la historia de las palabras. Allí nos esperan momentos de amenidad y más de una sorpresa, con el añadido de ampliar otros ángulos de significación al universo donde echamos raíces.
Manuel
García Verdecia, en Holguín, 15 de abril de 2012.
[Fuente: www.radioangulo.cu]
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