En Chile conocemos dos quemas históricas de libros efectuadas en el siglo XX: las de Hitler y Pinochet, realizadas poco después de sus respectivos ascensos al poder. Pero en Chile hubo otra –muy desconocida- azuzada por el Gobierno de Juan Luis Sanfuentes en 1920.
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Esta última se inscribió en el contexto de los esfuerzos de dicho Gobierno para escamotear el triunfo electoral del candidato de la Alianza Liberal, Arturo Alessandri. Aquella elección, que se realizó el 25 de junio, se dio en un marco de extrema polarización y fue la primera en que la derecha desarrolló una “campaña del terror”, llegando grotescamente a plantear que Alessandri podía constituir una amenaza de que se extendiera la revolución bolchevique en Chile, llegándolo a llamar el “Lenin chileno” (ver René Millar.- La elección presidencial de 1920; Edit. Universitaria, 1981; p. 143).
Lo anterior fue naturalmente descalificado por los políticos adherentes a Alessandri. Así, su más estrecho seguidor, el liberal Armando Jaramillo, dijo: “En este reducido mundo en que vivimos nos conocemos todos, nos conocemos demasiado bien. No hay quien crea que los partidos del candidato de la Alianza Liberal (…) que somos personas conocidas, que tenemos antecedentes que respetar, intereses y porvenir que cuidar, seamos ‘una marea roja de comunismo y maximalismo’ ” (Sol Serrano.- “Arturo Alessandri y la campaña electoral de 1920; en 7 Ensayos sobre Arturo Alessandri Palma; Edit. Aconcagua, 1979; p. 84). En definitiva, la derecha conservadora no quería perder ninguno de sus privilegios, ni siquiera como “seguro” para evitar una eventual revolución, que era uno de los objetivos de Alessandri. Además, temía que este último generara una revolución de expectativas que después no pudiese controlar.
El resultado electoral, de acuerdo a la prensa, favoreció estrechamente a Alessandri sobre Luis Barros Borgoño; pero el Gobierno empezó a entregar solamente resultados parciales confusos y la coalición conservadora (Unión Nacional) se declaró ganadora. Esto llevó naturalmente a Alessandri y a la Alianza Liberal a creer que querían robarle la elección, dado lo cual “los partidarios de Alessandri realizaron masivas manifestaciones de protesta por la actitud del Gobierno, las que se repitieron en los días siguientes acompañadas de una paralización de actividades laborales” (Millar; p. 153).
De este modo, se generó un clima de beligerancia político-social de grandes proporciones. A tal punto que el embajador de Estados Unidos informaba al Departamento de Estado el 1 de julio: “La atmósfera está cargada de revolución. Recientes manifestaciones han convencido al pueblo chileno del peligro que viene debido a los disturbios sociales, al alto costo de la vida, a un proletariado que cree que su causa será favorecida por Alessandri contra el viejo régimen aristocrático. Si Alessandri no llega al poder, se espera mucha agitación y desorden. Aunque el Ejército ha actuado bien en los recientes desórdenes, su acción no está garantizada. En vista de estos hechos, pienso que sería aconsejable y quizás favorable (…) si uno o dos barcos de guerra americanos pudieran ser enviados sin aspavientos a la costa oeste de manera que lleguen aquí por agosto” (Peter DeShazo.- Urban Workers and Labor Unions in Chile. 1902-1927; The University of Wisconsin Press, 1983; p. 182).
En este contexto, Sanfuentes preparó una gran ofensiva represiva. Para su legitimación previa, el Gobierno prefabricó una crisis internacional aprovechando que el 12 de julio un golpe de Estado en Bolivia había instalado un Gobierno más amistoso con Perú. De este modo, “fuentes oficiales en Chile supusieron que los peruanos habían asistido a los rebeldes en Bolivia y después planeaban recuperar las pérdidas territoriales que ambos países habían tenido durante la Guerra del Pacífico. Para defender a Chile de sus odiados enemigos, el Gobierno de Sanfuentes ordenó, el 15 de julio, una movilización general de las Fuerzas Armadas. Durante el tremendo arrebato de patriotismo que siguió al llamado de movilización, Sanfuentes esperaba desviar la atención del público de la elección, aplastar los elementos de la clase trabajadora que habían mostrado poder organizativo o apoyo a Alessandri, remover de Santiago a las unidades del Ejército afines a Alessandri, y luego obtener la elección de Barros como presidente por el Congreso” (DeShazo; pp. 182-3).
Tan clara fue dicha prefabricación, a la luz de la historia, que Bolivia y Perú no movilizaron sus Fuerzas Armadas, ni antes ni después de la movilización chilena… Así también lo han considerado, entre otros, Brian Loveman (Chile. The legacy of Hispanic Capitalism; Oxford University Press, Nueva York, 1988; p. 216), Frederick Nunn (The Military in chilean history; University of New Mexico Press, 1976; pp. 124-5) y Leopoldo Castedo (Chile. Vida y Muerte de la República Parlamentaria; Edit. Sudamericana, 1999; p. 238).
Sin embargo, en su momento se despertó el “fervor nacionalista” de la mayoría de los chilenos. Así, la Alianza Liberal le dio un pleno apoyo al Gobierno al respecto. Lo mismo hizo La Nación (diario partidario de Alessandri) en varios editoriales de julio de 1920; y el propio Alessandri fue a despedir a la Estación Mapocho a los jóvenes que partían movilizados hacia el norte, el 21 de julio (ver El Diario Ilustrado; 22-7-1920).
No obstante, quien mantuvo una actitud sensata fue la FECH, quien en declaración pública expresó: “1° Pedir al Gobierno manifieste qué razones ha tenido para decretar la movilización del Ejército; y 2° Hacer un llamado a los estudiantes y al pueblo de Chile recomendándoles una actitud serena durante el desarrollo de los actuales acontecimientos” (Boletín de Sesiones del Senado; 21-7-1920).
Bastó lo anterior para que la sede de la FECH, ubicada en la primera cuadra de calle Ahumada, sufriera un primer ataque en la noche del 19 de julio, del que fue víctima y testigo el estudiante y futuro Premio Nacional de Literatura, José Santos Gónzalez Vera (Cuando era muchacho; Edit. Nascimento, 1969; pp. 208-10). Luego, el 21 de julio “una partida numerosa de jóvenes conservadores fue a despedir a los reservistas que partían al norte. De vuelta, por los gritos de algunos, súpose que planeaban el asalto (a la FECH). Pedro Gandulfo, que almorzaba en la Federación, telefoneó a la Prefectura, la Intendencia y el Ministerio de lo Interior pidiéndoles policía. No hicieron caso (…) La muchedumbre vínose primero a La Moneda. Allí la azuzó un personaje que es polvo anónimo” (Ibid; p. 212). Este personaje fue el senador gobernista Enrique Zañartu Prieto (ver El Diario Ilustrado; 22-7-1920; y Carlos Vicuña.- La tiranía en Chile; LOM, 2002; pp. 124-5).
Luego del encarecimiento oficial, la multitud se encaminó a la sede de la FECH y la asaltó, a vista y paciencia de la policía, en una orgía de destrucción, pillaje y quema de libros. De acuerdo a González Vera “la banda destrozó muebles, tajeó el cuero de los sillones, arrojó a la calle los libros y los quemó. Unos asieron el retrato de Valentín Letelier y lo echaron a las llamas creyendo que era el de (Augusto) Leguía (presidente de Perú); los sibaritas, los dionisíacos, más que a la destrucción, consagráronse a libar. No quedó en la cantina una gota de nada” (González Vera; p. 214). A su vez, Vicuña relató que “una pirámide altísima de libros perniciosos fue quemada allí mismo, a la una y media del día, a dos cuadras de La Moneda, a media cuadra de la Alameda, a tres cuadras de la Plaza de Armas, el día 21 de julio de 1920 (…) Las llamas calmaron a la muchedumbre empatriotecida, que empezó a preocuparse de alimentar el fuego para que ningún libro se escapase: allí se quemaron la Biblia y el Nuevo Testamento, el Quijote y las Novelas Ejemplares, Las Comedias de Aristófanes y las Odas de Horacio, la Ilíada traducida por Leconte de L’Isle al lado de Ulianov (Lenin). Pero los grandes pecadores eran pocos junto a los poetas inofensivos: Rubén Darío, Verlaine, Francis James, Mallarmé, Sully-Prudhomme y a las poetisas americanas: Juana de Ibarbourou, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni” (Vicuña; p. 127).
Es importante tener en cuenta que el mismo 21 el Gobierno había prefabricado la colocación de un paquete de dinamita en la sede de Valparaíso de la International Workers of the World (IWW), organización de orientación anarco-sindicalista; y penetró en ella cuando se desarrollaba una reunión masiva, arrestando a las 200 personas que se encontraban allí. Luego entabló un proceso contra la IWW como “asociación ilícita” (denominado popularmente “el proceso de los subversivos”), llevado a cabo por el ministro de la Corte de Apelaciones José Astorquiza Líbano. Sirvió de cabeza del proceso un folleto que contenía los principios de la organización y la nómina de sus dirigentes; y se detuvo durante meses a numerosos dirigentes sindicales y estudiantiles. Dentro de estos últimos resaltó el caso del joven poeta y estudiante de Pedagogía en Castellano y que aparecía como “Secretario de Notas”, José Domingo Gómez Rojas. Después del primer interrogatorio, Astorquiza “ordenó incomunicar a Gómez, mantenerlo ocho días a pan y agua y ponerle esposas. Más adelante ordenó ponerle grillos, baldearle la celda, suprimirle las salidas al patio. El joven poeta enloqueció y murió el 29 de septiembre de 1920, al día siguiente de ingresar a la Casa de Orates” (Julio Heise González.- El Período Parlamentario. 1861-1925, Tomo II; Edit. Universitaria, 1982; pp. 414-5).
A su vez, los cuatro estudiantes que estaban en la sede de la FECH (Pedro Gandulfo Guerra, Rigoberto Soto Rengifo, Arturo Zúñiga Latorre y José Lafuente Vergara) pudieron escaparse a una casa contigua donde fueron entregados a la policía. A Gandulfo y Soto, Astorquiza los encarceló ¡por violación de domicilio! Su abogado, Carlos Vicuña, señaló “que ni siquiera les dieron la libertad provisional bajo fianza (…) Cuatro veces repetí la empresa hasta que al fin, cuando murió Gómez Rojas, la vergüenza y el miedo a las represalias” hicieron que les otorgaran la libertad provisional. “¡Habían pasado dos meses y ocho días! Horribles incomunicaciones, grillos una vez a Pedro Gandulfo, esposas a Soto, no habían saciado la saña de Astorquiza; en cambio, los asaltantes no fueron siquiera salvo uno –(el teniente Domingo) Undurraga (Fernández, edecán de Sanfuentes)- citados a declarar” (Vicuña; p. 130).
Casi toda la prensa aprobó el asalto y la quema de libros. Un grupo encabezado por el teniente Undurraga se hizo fotografiar para la revista Zig-Zag con “trofeos” del acto vandálico (ver Vicuña, p. 128; y Hernán Millas.- Habráse visto; Edit. Andrés Bello, 1993; p. 64). El Diario Ilustrado del 22 de julio señalaba que los asaltantes al final de su acción colocaron en el frontis del local un cartel que decía: “Se arrienda esta casa. Tratar en Lima”. Y el periódico aprobaba esta conducta al concluir que “el público aplaudió con delirio esta medida, que coronaba el tremendo, pero justísimo castigo, aplicado a los hijos desnaturalizados de la patria”. A su vez, el 24, el Gobierno canceló la personalidad jurídica de la FECH; y “Astorquiza decretó entonces la prisión de los principales corifeos de la juventud: Pedro León Ugalde, Santiago Labarca, Juan Gandulfo y Alfredo Demaría” (Vicuña; p. 131).
Por otro lado, en la Cámara, el diputado conservador Rafael Luis Gumucio atacó duramente a la FECH: “Es indudable (…) que la Federación de Estudiantes, o mejor dicho, el grupo de dirigentes de ella, ha asumido la actitud más condenable y antipatriótica” y que “aquellos negaban hasta la noción de patria” (Boletín de Sesiones de la Cámara de Diputados; 28-7-1920).
Y en el Senado, el mismo Enrique Zañartu que había azuzado a la multitud en la mañana, señalaba en la tarde que “la actitud de los estudiantes (…) es hoy criminal y torpe; esa conducta importa, ni más ni menos, en estos momentos, una traición a la patria”; agregando (¡anticipando!) que “el acuerdo de la Federación (…) bastaría por sí solo para cancelar a esa asociación su personalidad jurídica. No es admisible tolerar (…) que al amparo de un título como ese, otorgado por el jefe de Estado (…) se esté corrompiendo el alma del pueblo, envenenando a las masas y traicionando a la patria” (Boletín del Senado; 21-7-1920).
La barbarie del 21 de julio trascendió las fronteras y suscitó una indignada carta de solidaridad a los estudiantes de Miguel de Unamuno: “¡Orden! ¡Orden!, claman los accionistas del patriotismo, los fariseos como aquellos que hicieron crucificar a Cristo por antipatriota. Vociferan sobre el principio de autoridad, para que no se vea que la civilización se asienta sobre el fin de la autoridad, y que este fin es la justicia (…) He visto que se les acusa de vendidos a la plata peruana. No podían acudir a otra argucia. Es lo de todas partes. Estos accionistas del patriotismo no se explican actitud ninguna, sino por el dinero, que es su único dios. ¡Los patriotas de profesión!, ¡Los profesionales de la patriotería! (…) He leído la lista de personas que tomaron parte en el asalto y saqueo (…) Y veo que los más de esos asaltantes eran ¡estudiantes! ¡No estudiosos, claro! Estudiantes de patriotería. Conozco a esos tristes estudiantes, cachorros de la oligarquía plutocrática y accionista del patriotismo. Su odio es la inteligencia. Por encima del océano, tumba de tantas esperanzas y cuna de muchas más, les tiende una mano trémula y cálida. Miguel de Unamuno” (Millas; pp. 70-1).
Ningún diario la quiso publicar, lo que solo pudo hacerse en la revista Claridad de la FECH en marzo de 1921…
[Fuente: www.laizquierdadiario.cl]
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