Escrito por Claudio
Ferrufino-Coqueugniot
Willy
Camacho, de Editorial 3600, vino con la generosa idea de publicar mi Obra
Completa. Comenzó el 2018 con el que quizá es el libro más ambicioso: Muerta
ciudad viva. Y comienza el año con tres obras más de una serie que hasta ahora
incluiría unos 17 volúmenes entre novelas, columnas, artículos, algunos cuentos
y un único, extraño, poemario de juventud.
Fuera del
regocijo normal y no vanidoso de ver impresa la producción propia, el asunto
lleva a una reflexión sobre la muerte. Cumpliré 59, lo que en un país como los
Estados Unidos se considera aún joven y productivo, y resultará raro ver ya
cuatro libros de una creación de vida como objetos reales, concretos. Siempre
existe la ilusión de pervivir y, aunque no sea del todo cierto, algo así lleva
incluida esta fantasía de inmortalidad, por pequeña que fuere.
La muerte…
Dice la sabiduría popular tercermundista que luego de los 50 uno ya va jugando
los “descuentos”, equiparando la vida con un juego de fútbol con un mínimo de
esperanza para quien vaya perdiendo. Y uno no es Messi ni Cristiano, sino un
defensor rudo y no muy hábil, más ducho en destruir contrarios que en crear
goles, y poco se puede hacer.
A pesar de
que la edad mencionada está fuera de consideración como “vieja” acá, ya las
empresas de seguros de vida, las de entierros, cremaciones, han comenzado con
sus ofertas para el futuro próximo, como si importara… Sin embargo es un
llamado de atención. Se ha traspasado un límite ficticio en número pero real en
el quehacer diario, y lo que fue ya no es -y no de manera supuesta- y las
acciones y previsiones deben tener en cuenta que la cronología ha comenzado a
correr en sentido contrario. Inevitable. Irrefutable.
Queda escribir,
ir anotando a diario los entuertos como los contentos y qué mejor que se vayan
publicando, quedando el testimonio del hombre común ante el esfuerzo, ante la
magnitud del mundo, que creado o inesperado es gigantesco, apabullante,
desdeñoso de la pequeñez del individuo, e inexorable.
Mi hija
Emily me regala un libro de exploradores del Polo para mi cercano viaje al país
de nacimiento, con motivo de la presentación de los libros. Es, sin querer, una
bofetada dulce al padre para ejemplificar la vida de los hombres bravos.
Valientes.., le digo; no como yo.., añado. No,
papá, responde, y me dedica en la primera página que soy muy bravo y muy
amado.
Volvemos a
la edición, con tapas preciosas de una artista boliviana y uno vasco, amigos
ambos. Bromeo que los editores ya están oliendo el funeral y aprovechan para
sacar de los archivos textos ya antiguos, unos pocos nunca publicados, y
apuntalarlos dentro del conjunto que vendría a ser la cultura nacional.
Mencioné la vanidad, enfermedad de la que nunca he sufrido, y que debiera ser
el síntoma primero en aparecer al considerarse la obra de un hombre joven
todavía valiosa para plasmarla en su totalidad. Pues no se presentó ella, o él
si masculinizamos la cosa como El Mal. Por el contrario me hizo pensar en las
horas que han pasado, los ríos secos de mi tierra por donde ha corrido el polvo
debajo de puentes inservibles. Los años, los muertos, los vivos, el tiempo que
desdora y también decora, el silencio del olvido, y las atronadoras voces de la
soledad.
Cierta
desazón también, la necesidad de ver aquellos diecisiete objetos que has parido
con sangre, ya juntos. Reunir a la familia toda alrededor del cadalso, que es
el lecho de muerte, de la guillotina que espera todavía cubierta de cuero, que
al deshacerse mostrará no solo el filo sino el brillo. Entonces recuerdo a
Georg Trakl, el desdichado poeta que me prestó un título, y hablo del último
oro de las estrellas extinguidas. De un firmamento en el que hemos de
desvanecer.
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[Publicado
en EL DÍA (Santa Cruz de la Sierra) - imagen: Stasys Eidrigevicius - reproducido en lecoqenfer.blogspot.com]
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