Por Alejandro Orozco y Villa
Quizá en pocos sitios se brinda tanto respeto por las jerarquías como en el sector público. Una burocracia con pavor de los organigramas y los sellos oficiales difícilmente se opondrá a una orden dictada por un superior, trátese de una política pública que atienda al sentido común o del acto ilícito más bárbaro. De poco sirven los principios de las personas cuando “hay línea” del mando en turno, mismo que dictamina, a través de sus actos e instrucciones, aquello que está permitido y lo que no será tolerado durante su gestión. De ahí que resulte inverosímil exigir a un empleado un comportamiento ético y apegado a la norma, cuando los funcionarios más altos de su institución están inmersos en esquemas de dudosa honorabilidad. Pero, ¿hasta qué grado este avasallamiento moral puede solapar las perversiones más grotescas?
Cuenta Mo Yan que, hace unos años, el investigador criminal Ding Gou’er acudió a cierta región rural de China con la misión de investigar a un grupo de funcionarios públicos que presuntamente comía niños pequeños durante sus reuniones. Para ello, los oficiales habrían creado una estructura amparada en las instituciones gubernamentales con la finalidad de criar, seleccionar y cocinar a los infantes.
Los bebés guisados exudaban un sabor tan penetrante e irresistible que los funcionarios pagaban exorbitantes sumas de dinero por ellos. Numerosas parejas, sumidas en la pobreza del campesinado chino, llegaban a procrear hijos con el único fin de comercializarlos. Los niños eran albergados en clínicas públicas donde se les alimentaba con una dieta especial. Al momento de prepararlos, les hacían beber un licor dulce sedante, para después desangrarlos, trocearlos y hervirlos en agua calentada a setenta grados. De acuerdo con algunos testimonios, su carne era deliciosa, “parecida al cordero lechal pero mejor”.
Esta práctica cruel y desconocida en cualquier otra parte del mundo (salvo en los ensayos de Jonathan Swift y los relatos de Juan José Arreola) motivó la llegada del investigador, con la intención de confirmar las sospechas y, en su caso, sancionar a los responsables de dicha atrocidad. Al confrontar a los involucrados, les reprochó sus hábitos criminales. Su mayor sorpresa no fue la ruina moral de los funcionarios, sino el cinismo con el que lo invitaron a degustar un pequeño. Frente a la resistencia del investigador, los altos burócratas argumentaron:
Es usted un testarudo, Camarada Ding, viejo amigo. Todos nosotros somos hombres que levantamos el puño y juramos ante la bandera del Partido. Conseguir la felicidad de la gente puede ser su responsabilidad, pero también es la nuestra. No se haga ilusiones y se crea que es la única persona decente de este mundo. Entre las personas que han probado nuestra carne de niño se encuentran los líderes superiores del Partido y del Gobierno, amigos altamente respetados en los cinco grandes continentes, además de artistas de renombre y celebridades de China y del resto del mundo. Todos lo han elogiado efusivamente.
Ante tal presión, el investigador terminó por comer un trozo de brazo de niño. Finalmente, le comentaban, tan solo era un animalito con forma humana. Los dirigentes más altos del gobierno y del partido lo habían probado, por lo que era un prurito moral el negarse a hacerlo. Contando con el aval de los personajes insignia del gobierno, sólo un tonto se privaría de degustar aquel manjar e incorporarse al selecto club de los caníbales.
Cuando la posición pública sirve fundamentalmente para exacerbar los caprichos de una cofradía, en perjuicio del bien colectivo, se da un intercambio perverso entre jefes y subordinados: lealtad por impunidad. Sin admiración, reconocimiento o apegos éticos, el dinero mal habido y las prácticas más depravadas se convierten en un pegamento efectivo para afianzar vínculos entre colegas sin talento. De ahí la frecuencia con la que los pillos conminan a sus subordinados a revolcarse en el barro con ellos. “Si somos unas bestias, tú también lo eres”, parecen decir, protegiendo con ello su feudo corrupto frente a cualquier posible disidencia. Por ende, no es menor el que un alto funcionario salga sin raspaduras después de incurrir en un acto indebido. Su conducta no sólo representa un daño específico al erario, sino que envía un mensaje poderoso de impunidad que tiene impactos inconmensurables dentro y fuera de sus oficinas.
De nada sirven las mejores leyes si los servidores públicos encargados de hacerlas cumplir son los primeros en romperlas. El secreto último de la observancia a las normas no reside en el uso de la fuerza, sino en la confianza y en la disposición de los ciudadanos a hacerlas respetar. Si los funcionarios lanzan el mensaje de que la estafa está permitida y la tranza no tiene consecuencias, la ciudadanía pierde todo incentivo para acatar la ley.
Y no es necesario visitar la República del Vino para confirmarlo.
[Fuente: www.culturamas.es]
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