El último verano de la Boyita
El verano, la infancia y los años 80 son tres coordenadas que, a poco que se den juntas, enseguida me conmueven. La película El último verano de la Boyita (Julia Solomonoff, 2009) es un claro ejemplo.
Jorgelina pasa el verano en la hacienda que sus padres, burgueses de Buenos Aires, tienen en el campo. La niña viaja a Entre Ríos con su papá mientras su mamá y su hermana, frívolas y femeninas, se van a la playa.
La finca está al cargo de un matrimonio de edad avanzada cuyo hijo pre-adolescente, Mario, tiene un problema. El chaval, buen gaucho, se envuelve el pecho en una venda y deja rastros de sangre en el lomo de los caballos. Jamás se saca las dos camisas que lleva pese a pasar el día faenando al sol. Jorgelina se queda siempre en bañador e invita a Mario a meterse con ella en lagos, ríos y piletas. “Sacate al menos la camisa”, le pide la niña desde el agua. “No tengo calor”, contesta seco Mario, mientras afila un trozo de madera con la navaja, a media tarde. “Transpiras de frío, entonces”.
Mario es hermafrodita. Se le están desarrollando los pechos y le baja periódicamente la regla. Todo eso mientras se prepara para la carrera a caballo con la que los gauchos, en ritual iniciático, deben demostrar su hombría cuando llega la adolescencia.
Así puesta sobre la mesa, la trama de la película se puede antojar algo brusca o violenta, pero Solomonoff es tan buena directora que acolcha esas aristas y trenza una historia suave y simbólica, nada estridente, que es pura insinuación.
En la cinta todo todo se muestra (si se muestra) a posteriori a través de planos discretísimos y diálogos escuetos y certeros. Y todo a la vez es crudo y real, creíble.
La banda sonora se reduce al finísimo rasgueo de guitarra que acompaña algunas escenas, unos acordes modestos que encajan suaves en el bucólico escenario.
Se trata de una película tranquila, como tranquila es la vida en el campo; de brisa caliente, siestas y sapos.
En el filme hay ecos lejanos a Borges (los tres gauchitos que en la fonda molestan a Mario y lo hacen salir afuera) y cierta melancolía estival.
Jorgelina curiosea a escondidas y con cara de asco uno de los libros de anatomía de su padre, médico de profesión, en el que se explican los cambios que afectan a chicos y chicas durante la adolescencia. Una tarde le deja el libro a Mario -quién, en esencia, desconoce lo que le ocurre-, y este le dice: “Yo no soy normal”. Días después le susurra a Jorgelina su secreto y la niña le quita hierro al asunto: “A mi abuela le sale bigote”.
El padre de Jorgelina, fruto de las preguntas incesantes de su hija (que tiene algo de Mafalda), se entera de lo que le ocurre a Mario y, luego de examinarle, le pide a su madre que lo lleven a la capital para que lo vea un experto. La mujer colapsa y rompe a llorar en una escena bellísima, tapándose la cara con manos de campesina. Están en plena cosecha y no pueden abandonar la finca. Cuando eleva la cuestión a su marido, este, desconcertado, golpea a su hijo (paliza que apenas se sugiere) y vende el caballo con el que iba a disputar la carrera.
Mario se cuela en la verbena con los golpes todavía calientes y los pechitos apretados en la venda. Ha pasado la noche a la intemperie y está sucio. Se sube al ‘Yayo’ abrazando el cuello del animal y en trote tranquilo se dirige a la línea de salida, desde donde busca la mirada de Jorgelina, que le sonríe. El viento, suave, le tira para atrás el pelo. Debajo del ojo izquierdo luce una cicatriz todavía rojiza. Los gañanes hacen sus apuestas y ambos corredores dan vueltas en círculo, sujetándole el nervio a los caballos. El árbitro deja caer el pañuelo y los jinetes se lanzan al galope por la explanada.
Es uno de los momentos más importantes de la película y la directora lo resuelve sin ningún tipo de música que subraye la acción. Solo se escucha el ruido de los cascos contra la tierra, chicharras y aplausos lejanos.
Mario gana la carrera pero no se detiene, sigue trotando hasta dejar atrás la fiesta y perderse en el horizonte. El público grita y desde megafonía le piden que pase a recoger el premio. El chico se aleja levantando una polvareda y acompañado por el piar de unos pájaros negros que en apretado bando baten el cielo.
La historia está basada en hechos reales: la realizadora escuchó cuando era niña una conversación entre sus padres (ginecóloga y psiquiatra) sobre un muchacho de La Pampa que menstruaba.
[Fuente: www.periodistaparia.com]
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