Por Ascanio Cavallo        					
Por casi la mitad de su vida, el general (R) Odlanier Mena
 cargó con una larga tragedia. Es probable que pensara en ella ayer en  
la mañana, cuando salió de su departamento, acaso con la excusa de ir a 
 tomar su café cortado y leer el diario en el local de Apoquindo a donde
  solía ir los sábados, pero esta vez con la decisión de anticipar el 
fin  de ese extenuante agón.
La tragedia no comenzó con el Golpe de Estado; ni con el asesinato de tres prisioneros del Partido Socialista mientras Mena comandaba el Regimiento Rancagua, en Arica, en octubre de 1973,
  un caso por el que, sin poder contradecir la responsabilidad del 
mando,  finalmente fue condenado en el 2008 a seis años de prisión; ni 
siquiera  con su nombramiento al frente de la Central Nacional de 
Informaciones  (CNI) a fines de 1977.
No, nada de eso.
Para septiembre de  1973, Mena era coronel, encabezaba la unidad del 
Ejército más numerosa  del país (el volumen de hombres era la única 
forma de equilibrar el  poderío blindado de Perú en la frontera más 
caliente de ese momento) y  con el golpe quedó a cargo del departamento 
de Arica. Al año siguiente  fue ascendido a general y nombrado al frente de la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dine), un cargo que aceptó a condición de no verse supeditado a la ya creada Dina que dirigía el coronel Manuel Contreras.
Tenía  títulos para ello. Era uno de los muy pocos oficiales 
especializados en  inteligencia en ese entonces (otro era su profesor, 
el general Ernesto  Baeza), había estado a cargo de la discreta 
infiltración militar en los  partidos políticos desde los 60 y, por 
encima de todo, era un oficial de convicción anticomunista, formado en las polarizadas certidumbres de la Guerra Fría.
Ese  mismo año 74 Pinochet puso a la Dina bajo su dependencia directa
 y le  asignó al coronel Contreras los privilegios de una policía 
política con  permiso para todo. Mena resistió esta situación durante 
casi un año,  hasta que en 1975 Pinochet dictó otro decreto que ponía a 
todos los  servicios de inteligencia bajo el mando de la Dina. A fines 
de aquel  año, durante la junta de calificación de oficiales, Mena presentó su renuncia al Ejército,
  en protesta por el hecho de que un coronel no calificado, cuyas  
violaciones a las normas jurídicas mínimas ya eran evidentes, fuese  
puesto por encima de los generales.
En la noche tortuosa que  siguió a ese día, los generales Herman 
Brady y César Benavides fueron  hasta su casa para revertir un escándalo
 que contrariaba la voluntad de  Pinochet. Uno de ellos trató de 
forzarlo a romper su renuncia, pero el  alto y fornido Mena no estaba 
para esas bromas. El retiro fue definitivo y Pinochet, consciente de la grieta que se abría en su alto mando, lo designó embajador en Panamá.
En  1977, las evidencias del involucramiento de Contreras y la Dina 
en el  asesinato de Orlando Letelier en Washington tenían al régimen en 
un  jaque sin salida. Pinochet disolvió la Dina y creó la CNI,
  y le dio continuidad nombrando como primer director al mismo 
Contreras.  La artimaña duró tres meses. La presión de Estados Unidos y 
las quejas  de sus propios oficiales obligaron a Pinochet a desplazar a 
Contreras  hacia el Comando de Ingenieros -su arma real- y nombrar en su
 lugar al  retirado Odlanier Mena.
La guerra entre el subalterno Contreras y  el superior Mena alcanzó 
entonces su momento más arduo, acaso  definitivo. Mena favoreció la 
expulsión del agente Michael Townley, la  pieza clave en el crimen de 
Letelier, en contra de los esfuerzos de  Contreras por retenerlo en 
Chile. Mena se alió a los civiles del régimen -Sergio 
Fernández, Mónica Madariaga, Hernán Cubillos-, mientras  Contreras se 
parapetaba entre militares y civiles filofascistas. Mena  trató de 
liberarse de los agentes que le había legado la Dina  -“cuatreros, 
ladrones y asesinos”, según dijo alguna vez-, mientras que  Contreras 
mantuvo su círculo de leales y siguió actuando con las  facultades de un
 general.
Hay un proceso en la zona sur de  Santiago que constata el nivel de 
esa confrontación. Hace sólo unos  meses, Mena y Contreras fueron 
careados a propósito de crímenes de  dirigentes del MIR encubiertos como
 “enfrentamientos” a fines de los 70.  En el tribunal, Mena acusó a Contreras de dejarle su tarjeta de visita encima de los cadáveres;
  Contreras le respondió que era para mostrarle su ineficiencia. Ambos  
generales estuvieron al borde de trenzarse a golpes; los funcionarios  
judiciales debieron interponerse para contenerlos.
Mena erradicó los secuestros y las desapariciones de la inteligencia político-militar. Tales métodos no formaban parte de su formación profesional,
  aunque es probable que no pudiese reducir la brutalidad aprendida de  
sus agentes heredados de Contreras, ni de los que siguieron en la CNI  
bajo los mandos de los generales Humberto Gordon y Hugo Salas.
Si  hay que elegir la némesis en la vida de Mena, no son los 
comunistas, ni  los subversivos, ni los opositores a Pinochet, sino 
Contreras, a quien  no pudo comprender ni hasta el último de sus días. 
En un período  desgraciado para la historia de Chile, el sofisticado, educado y porfiado general (R) Mena
 tuvo que enfrentarse a lo que Hanna Arendt llamó la “banalidad del  
mal”, una condición que convierte a ciertos hombres simples, de escasa  
inteligencia, sometidos a circunstancias críticas, en monstruos  
sociales.
Todos estos matices serán incómodos para los que  prefieren las 
certezas cortas y para los que eligen la visión de la  historia como un 
monolito y no como la tempestad que suele ser en sus  peores momentos. Mena cayó, no ayer, sino hace casi 40 años, en esa tromba incontenible. Nunca pudo escapar completamente de ella.
En  los días pasados, la reactivaron las declaraciones desafiantes de 
 Contreras y las incitaciones de otra estrella de la Dina, Miguel  
Krassnoff, para celebrar sus glorias personales. De nuevo, la banalidad 
 del mal, exhibiendo su mundanidad, proclamando su incontinencia y esta 
 vez empujando al presidente Piñera a cerrar el penal Cordillera. Es
  una paradoja que esa cárcel gentil estuviese instalada en el mismo  
lugar desde donde Pinochet dirigió el Golpe de Estado en 1973.
Ayer,  el general (R) decidió protestar contra todo esto, como lo 
hizo ante  Pinochet en 1975. Esta vez fue una protesta contra la 
humillación, la  denigración, la indiferenciación, la confusión, la 
historia y quizás, al  final, contra sí mismo, contra esa desgracia que lo persiguió por todos los mismos años en que trató de ser un oficial y un caballero.
[Fuente: www.latercera.com]
 
 
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