Traducción: Joaquín Jordá
Los
Trenes que van de Bombay a Madrás salen de Victoria Station. Mi guía
aseguraba que una salida de Victoria Station vale por sí sola un viaje a la
India, y éste era el primer motivo que me había llevado a preferir el tren al
avión. Mi guía era un librito un poco excéntrico que daba consejos perfectamente
incongruentes, y yo lo estaba siguiendo al pie de la letra. El hecho era que también mi viaje
era perfectamente incongruente, así que aquel libro estaba hecho ex profeso
para mí. No trataba al viajero como a un saqueador ávido de imágenes
estereotipadas al que se aconsejan tres o cuatro itinerarios obligatorios como
en los grandes museos visitados a toda prisa, sino como a un ser vagabundo e
ilógico, disponible para el ocio y el error. En avión, decía, disfrutará de un
viaje cómodo y rápido, pero se perderá la India de las aldeas y de los paisajes
inolvidables. Con los trenes de largo recorrido se enfrentará al riesgo de
paradas fuera de programa y puede incluso llegar un día más tarde de lo
previsto, pero verá la verdadera India. Pero, si tiene la suerte
de tomar el tren adecuado, será puntualísimo y confortable, dispondrá de comida
excelente y un servicio perfecto, y un billete de primera clase le costará
menos de la mitad que un billete de avión. Y no olvide además que en los trenes
indios se pueden tener los encuentros más imprevistos.
Estas últimas consideraciones me habían convencido
definitivamente; y puede que también me hubiera tocado en suerte el tren
adecuado. Había atravesado paisajes de excepcional belleza, o en cualquier caso
inolvidables por la humanidad que había visto; el vagón era de una comodidad
extraordinaria, el aire acondicionado agradable, el servicio impecable. Estaba
cayendo el crepúsculo y el tren atravesaba un paisaje de montañas rojas y
abruptas. el criado entró con un tentempié sobre una bandeja de madera lacada,
me ofreció una toallita húmeda, me sirvió el té, me informó con discreción de
que nos hallábamos en el centro de la India. Mientras yo comía, él arregló mi
litera, señaló que el vagón restaurante estaba abierto hasta medianoche y, si
deseaba cenar en mi compartimento, bastaba con que tocara el timbre. Le di las
gracias con una pequeña propina y le devolví la bandeja vacía. Luego me quedé
fumando y contemplando por la ventanilla aquel panorama ignoto, pensando en mi
extraño itinerario. Ir a Madrás a visitar le Sociedad Teosófica y emplear,
además, dos días de tren, era, para un agnóstico, una empresa que probablemente
habría sido del agrado de los extravagantes autores de mi extravagante guía de
viaje. Pero la verdad era que una persona de la Sociedad Teosófica podría
proporcionarme una información que me interesaba muchísimo. Era una tenue
esperanza, tal vez una ilusión, y no quería quemarla en el breve espacio de un
viaje aéreo: prefería mimarla y saborearla con cierta comodidad, como es
preferible hacer con las esperanzas a las que nos sentimos muy apegados y que
sabemos que tienen pocas posibilidades de realizarse.
El frenazo del tren me arrancó de mis
consideraciones, y puede que de mi sopor. Probablemente me había adormilado
unos pocos minutos y el tren ya había entrado en una estación sin que yo
pudiera leer su nombre en el cartel. Había leído en la guía que una de las
paradas intermedias era Mangalore,
o quizá Bangalore,
no lo recordaba bien, pero ahora no tenía ganas de ponerme de nuevo a hojear el
libro para buscar el itinerario de la vía férrea. Debajo de la marquesina había
escasos viajeros: indios vestidos a la occidental con aspecto de personas
adineradas, un grupo de mujeres, unos cuantos faquires atareados. Debía de ser
una ciudad importante e industrializada. En la lejanía, más allá de las vías,
se veían las chimeneas de una fábrica, grandes edificios y avenidas arboladas.
El hombre entró mientras el tren se estaba poniendo
en marcha. Me saludó con prisas, comprobó que el número de la litera disponible
correspondía al de su billete y, después de haber comprobado que no había
errores, me pidió disculpas por su intrusión. Era un europeo de una gordura
fláccida, vestía un traje azul bastante fuera de lugar teniendo en cuenta el
clima y un elegante sombrero. Como equipaje solo llevaba un maletín de fin de
semana de piel negra. Se sentó en su lugar, sacó del bolsillo un pañuelo blanco
y se limpió cuidadosamente las gafas, sonriendo. Tenía un aire afable pero
reservado, casi compungido.
– ¿Usted también va a Madrás? – me preguntó sin
esperar respuesta–. Este tren es muy puntual, llegaremos mañana por la mañana a
las siete.
Hablaba un inglés correcto con acento alemán, pero
no me pareció alemán. Holandés, se me ocurrió pensar sin saber por qué, o quizá
suizo. Tenía aspecto de hombre de negocios, a primera vista parecía tener unos
sesenta años, pero puede que fuera más viejo.
– Madrás es la capital de la India dravídica –
añadió –, si nunca ha estado allí tendrá cosas extraordinarias para ver.
Hablaba con la desenvoltura un poco distanciada de los
europeos que conocen la India, y me preparé para una conversación basada en
banalidades. Decidí que era oportuno informarle de que podíamos cenar en el
vagón, prefiriendo intercalar los previsibles tópicos del inevitable diálogo
con los necesarios silencios previstos por una cena consumida civilizadamente.
Mientras caminábamos por el pasillo me presenté,
disculpándome por la distracción de no haberlo hecho antes.
– Oh, ahora las presentaciones se han convertido en
un formalismo inútil – afirmó con su aire afable. Esbozó una leve inclinación
con la cabeza –. Yo me llamo Peter –concluyó.
En la cena resultó ser un valioso experto. Me
desaconsejó las chuletas vegetales hacia las que me estaba inclinando por mera
curiosidad, «porque las verduras tienen que ser muy variadas y elaboradas –
dijo –, y es difícil que esto pueda producirse en las cocinas de un tren».
Sugerí tímidamente otros platos al azar, suscitando siempre su desaprobación.
Al final consintió con el tandoori de cordero que había
elegido para él, «porque el cordero es un alimento noble y sacrificial, y los
indios tienen el sentido de la ritualidad de la comida».
Hablamos mucho de las civilizaciones dravídicas,
mejor dicho, habló casi siempre él, porque mis intervenciones se limitaban a
las típicas preguntas del profano, a alguna tímida objeción, y,
fundamentalmente, al consenso incondicional. Me describió con profusión de
detalles los relieves rupestres de Kancheepuram y
la arquitectura del Shore Temple,
me habló de cultos arcaicos y desconocidos, ajenos al panteísmo hinduista, como
el de las águilas blancas de Mahabalipuram; del
significado de los colores, de los ritos fúnebres, de las castas. Le expuse con
ciertos titubeos lo que yo sabía: mis conocimientos sobre la penetración
europea en las costas del Tamil; hablé de la leyenda del martirio de Santo Tomás en
Madrás, del fallido intento de los portugueses de fundar otra Goa en aquellas
costas, de sus guerras con los reyes locales, de los franceses de Pondicherry.
El completó mis informaciones y corrigió algunas de mis inexactitudes sobre las
dinastías indígenas citando nombres, fechas, lugares y acontecimientos. Hablaba
con seguridad y competencia, y su erudición denotaba una vastedad de
conocimientos que llevaban a suponer que era un calificado experto, tal vez un
profesor universitario o un ilustre estudioso. Se lo pregunté de manera
directa, con una ingenuidad evidente, convencido de que la respuesta sería
afirmativa. El sonrió, no sin falsa modestia, y movió la cabeza.
– Solo un simple aficionado – dijo –, es una pasión
que el destino me ha invitado a cultivar.
Su voz tenía un tono dolorido, me pareció, como un
lamento o una pena. Sus ojos brillaban, y su rostro lampiño parecía más pálido
bajo la luz del vagón restaurante. Tenía las manos delicadas y los gestos
cansados. Había una especie de inconclusión en su aspecto, algo a medio
terminar, pero era difícil decir qué: pensé en algo enfermizo y oculto, como
una vergüenza.
Regresamos a nuestro compartimento sin dejar de
conversar, pero ahora su verborrea se había debilitado y nuestro coloquio iba
intercalado de largos silencios. Mientras nos disponíamos a prepararnos para la
noche, solo por decir algo, sin un motivo específico, le pregunté por qué
viajaba en tren y no en avión. Creía que para una persona de su edad resultaría
más fácil y cómodo utilizar el avión, en lugar de soportar un viaje tan largo;
y probablemente yo esperaba que me confesara su temor a semejante medio de
transporte, como les sucede a veces a las personas que no se habituaron a él en
su juventud.
El señor Peter me miró perplejo, como si no
hubiera pensado nunca en ello. Luego se le iluminó el rostro de repente y dijo:
– En avión realizan viajes cómodos y rápidos, pero
se salta la India auténtica. Es verdad que los trenes que hacen largos
recorridos corren el riesgo de llegar hasta con un día de retraso; pero si se
tiene la suerte de dar con el tren adecuado se puede hacer un viaje muy
confortable y llegar con absoluta puntualidad. Y además en tren siempre existe
el placer de entablar una conversación, cosa que el avión no permite.
Fue más fuerte que yo y murmuré:
– India, a travel survival kit.
– ¿Qué? – dijo él.
– Nada – contesté –, me he acordado de un libro. –
Y luego dije con seguridad – : Usted no ha estado nunca en Madrás.
El señor Peter me miró con candor.
– Para conocer un lugar no siempre es preciso haber
estado en él – afirmó.
Se quitó la chaqueta y los zapatos, metió su
maletín debajo de la almohada, corrió la cortina de su litera y me deseó buenas
noches.
Me habría gustado decirle que también él tenía una
tenue esperanza, y que por eso había tomado el tren: porque prefería mimarla y
saborearla largo rato, en lugar de quemarla en el breve espacio de un viaje
aéreo, estaba seguro. Pero naturalmente no dije nada, apagué la luz central,
dejé la veilleuse azul, corrí mi cortina y le deseé buenas
noches.
***
Nos despertó la molestia de la luz encendida de
repente y una voz que pedía algo. Por la ventanilla se divisaba una barraca de
tablones iluminada por una débil luz, con un letrero incomprensible. El revisor
iba acompañado de un policía muy oscuro de aire sospechoso.
– Estamos entrando en el país Tamil Nadu – dijo el
revisor con una sonrisa –, es un mero formalismo.
El policía tendió la mano y dijo:
– Documentación, por favor.
Examinó mi pasaporte con aire distraído y lo cerró
inmediatamente. Sobre el documento del señor Peter se entretuvo con mayor
atención. Mientras lo examinaba descubrí que era un pasaporte israelita.
– ¿Míster… Shi…mail? – silabeó dificultosamente el
policía.
– Schlemihl – corrigió mi compañero de viaje –,
Peter Schlemihl.
El policía nos devolvió los documentos, apagó la
luz y se despidió fríamente. El tren corría de nuevo por la noche india,
la luz de la bombilla azul creaba una atmósfera onírica, permanecimos largo
rato en silencio, después al final yo hablé.
– Usted no puede llamarse así – dije –, existe un
único Peter Schlemihl, es un invento de Chamisso, y usted lo sabe
perfectamente. Algo semejante solo se lo cree un policía indio.
Mi compañero de viaje no contestó. Después me
preguntó:
– ¿Le gusta Thomas Mann?
– Algunas cosas – repliqué.
– ¿Qué le gusta?
– Los relatos, algunas novelas cortas, Tonio
Kröger, Muerte en Venecia.
– No sé si conoce un prólogo de Peter Schlemihl –
dijo –, es un texto admirable.
El silencio se hizo de nuevo. Pensé que mi
compañero se había dormido, pero no podía ser, claro. Solo esperaba que hablara
yo, y yo hablé.
– ¿Qué tiene que hacer en Madrás?
Mi compañero de viaje tardó en responder. Tosió
ligeramente.
– Voy a ver una estatua – susurró.
– Es un largo viaje para ver una estatua.
Mi compañero no contestó. Se sonó la nariz varias
veces.
– Quiero contarle una pequeña historia – dijo luego
–, tengo ganas de contarle una pequeña historia.
Hablaba en voz baja y su voz me llegaba afelpada
desde el otro lado de la cortina.
– Hace muchos años, en Alemania, conocí a un
hombre. Era médico, y tenía que visitarme. Estaba sentado detrás de un
escritorio y yo estaba desnudo de pie delante de él. Detrás de mí había
una cola de hombres desnudos que él tenía que visitar. Cuando nos llevaron a
aquel lugar nos dijeron que nosotros servíamos para el progreso de la ciencia
alemana. Junto al médico había dos guardias armados y una enfermera que llenaba
las fichas. Él nos hacía preguntas precisas referentes a nuestras funciones
viriles, la enfermera procedía a realizar ciertos análisis sobre nuestros
cuerpos, y después escribía. La cola avanzaba con rapidez, porque aquel médico
tenía prisa. Cuando ya había pasado mi turno, en lugar de continuar hacia la
habitación a la que nos conducían, me entretuve unos instantes, porque mi
mirada fue atraída por una estatuilla que el médico tenía sobre el escritorio.
Era la reproducción de una divinidad oriental, pero yo no la había visto nunca.
Representaba una figura danzante, con los brazos y las piernas en posiciones
armónicas y divergentes inscritas en un círculo. En aquel círculo solo quedaban
unos pocos espacios abiertos, pequeños vacíos que esperaban ser cerrados por la
imaginación de quien los miraba. El médico se dio cuenta de mi arrobo y sonrió.
Tenía una boca delgada y burlona. Esta estatua representa el círculo vital,
dijo, en el que deben entrar todas las escorias para alcanzar la forma superior
de la vida que es la belleza. Le deseo que en el ciclo biológico previsto por
la filosofía que concibió esta estatua usted pueda tener, en otra vida, un
peldaño superior al que le ha correspondido en su vida actual.
Mi compañero de viaje se calló. Pese al ruido del
tren podía percibir perfectamente su respiración pausada y profunda.
– Siga, por favor – le dije.
– No hay mucho que añadir – dijo él –, esa estatua
era la imagen de Shiva danzante,
pero yo entonces no lo sabía. Como ve, todavía no he entrado en el círculo de
la renovación vital, y mi interpretación de aquella figura es otra. Lo he
estado pensando todos los días, es en lo único que he pensado en todos estos
años.
– ¿Cuántos años han pasado?
– Cuarenta.
– ¿Se puede pensar en una única cosa durante
cuarenta años?
– Creo que sí, si se ha comprobado su mala
influencia sobre nosotros.
– ¿Y cuál es su interpretación de esa figura?
– Creo que no representa en absoluto el círculo
vital. Representa simplemente la danza de la vida.
– ¿En qué consiste la diferencia? – pregunté yo.
– Oh, es muy distinto – susurró el señor Peter –.
La vida es un círculo. Hay un día en que el círculo se cierra, y no sabemos
cuál. – Se volvió a sonar la nariz y luego dijo –: Y ahora discúlpeme, estoy
cansado, si me permite me gustaría intentar dormir.
***
Me desperté en las afueras de Madrás. Mi compañero
de viaje ya estaba afeitado y vestido con su impecable traje azul. Su aspecto
era reposado y sonriente, había subido su litera y me mostraba la bandeja del
desayuno colocada encima de la mesa al lado de la ventanilla.
– He esperado a que se despertara para tomar el té
juntos – dijo –. No he querido molestarle, dormía tan a gusto.
Entré en el cuartito de baño y me lavé con rapidez,
recogí mis cosas, ordené mi equipaje y me senté delante del desayuno.
Comenzábamos a atravesar un lugar habitado, una zona de aldeas populosas con
los primeros indicios de la ciudad.
– Como ve, vamos perfectamente bien de horario –
dijo mi compañero –, son las siete menos cuarto. – Dobló cuidadosamente su
servilleta –. Me gustaría que también usted fuera a ver esa estatua – añadió –,
se encuentra en el museo de Madrás. Me gustaría saber qué le parece.
Se levantó y cogió su maletín. Me tendió la mano y
me saludó en su tono afable.
– Le agradezco a mi guía de viaje que me aconsejara
este medio de transporte – dijo –, es cierto que en los trenes indios se pueden
tener los encuentros más inesperados: su compañía ha sido para mí un placer y
un estímulo.
– El placer ha sido recíproco – repliqué –, yo soy
quien está agradecido a los consejos de mi guía.
Estábamos entrando en la estación, frente a un
andén atestado de gente. El tren accionó los frenos y el convoy se paró
suavemente. Le cedí el paso y él bajó en primer lugar, saludándome con la mano.
Mientras se alejaba le llamé y él se volvió.
– No sé dónde podría comunicarle mi opinión – grité
–, no tengo su dirección.
Él retrocedió, con ese aire perplejo que yo ya
conocía, y reflexionó un instante.
– Déjeme un mensaje en el American Express – dijo
–, pasaré a recogerlo.
A continuación cada uno de nosotros se perdió entre
la multitud.
***
Solo pasé tres días en Madrás. Fueron días
intensos, casi febriles. Madrás es una ciudad enorme de casas bajas y de
inmensos espacios sin edificar, atascada por un tráfico de bicicletas, de
autobuses inconexos y de animales; para recorrerla de una punta a otra hace
falta mucho tiempo. Una vez resueltas las obligaciones que me esperaban me
quedó un solo día de libertad, y preferí, antes que el museo, hacer una visita
a los relieves rupestres de Kancheepuram, que distan muchos kilómetros de la
ciudad. También en esta ocasión mi guía resultó ser una compañía fundamental.
La mañana del cuarto día me encontraba en una
estación de los autobuses que hacen el recorrido a Kerala y a Goa. Faltaba una
hora para la salida, hacía un calor tórrido y las marquesinas del enorme hangar
de la estación eran el único refugio contra el ardor de las calles. Para
distraer la espera compré el diario en lengua inglesa de Madrás. Era un diario
de solo cuatro hojas, con aspecto de hoja parroquial, muchos anuncios de todo
tipo, resúmenes de películas populares, crónica urbana. En la primera página,
muy destacada, estaba la noticia de un homicidio sucedido el día anterior.
La víctima era un ciudadano de nacionalidad argentina que vivía en Madrás desde
1958. Se le describía como un señor esquivo y discreto, sin amistades,
setentón, que vivía en un chaletito del barrio residencial de Adyar. Su mujer
había fallecido tres años antes por causas naturales. No tenían hijos.
Había muerto de un disparo en el corazón. Era un
homicidio aparentemente inexplicable, porque el asesino no había actuado con
intención de robar. La casa estaba en orden, no había nada roto. El artículo
describía la vivienda como una residencia sencilla y sobria, con algunas piezas
artísticas de buen gusto y un pequeño jardín. Parecía que la víctima era un
entendido en arte dravídico; el diario mencionaba algunos servicios prestados a
la catalogación del museo local y publicaba la fotografía de un desconocido: el
rostro de un anciano calvo, de ojos claros y boca delgada. Era una descripción
neutra y anodina. El único detalle curioso era la fotografía de una estatuilla
pegada al rostro de la víctima. Se trataba sin duda de una aproximación
plausible, porque la víctima era un entendido en arte dravídico y la danza de
Shiva es la pieza más famosa del museo de Madrás, una especie de símbolo. Pero
aquella aproximación plausible suscitó en mí otra aproximación. Todavía
faltaban veinte minutos para la salida, busqué un teléfono y marqué el número
del American Express. Me contestó una amable señorita.
– Querría dejar un mensaje para el señor Schlemihl
– dije.
La señorita me rogó que aguardara un instante y
luego dijo:
– De momento no tenemos a nadie registrado bajo ese
nombre, pero si lo desea puede dejar de todas maneras su recado, le será
entregado tan pronto como pase. Oiga, oiga – repitió la telefonista, que ya no
oía mi voz.
– Un segundo, señorita – dije –, déjeme pensar un
segundo.
¿Qué podía decir? Pensé en la ridiculez de mi
recado. ¿Que había entendido? ¿Y qué había entendido? ¿Que para alguien el
círculo se había cerrado?
– No tiene importancia – dije –, he cambiado de
idea.
Y colgué.
No descarto la posibilidad de que mi imaginación
haya volado más de la cuenta. Pero si hubiese adivinado cuál era la sombra que
el señor Schlemihl había perdido, y si alguna vez se da la casualidad de que
lea este relato, por el mismo extraño azar que nos llevó a encontrarnos aquella
noche en el tren, me gustaría hacerle llegar mi saludo. Y mi pena.
*Publicado en “Pequeños equívocos sin importancia”, Editorial Anagrama S.A., Barcelona, España, 1997.
[Fuente: www.shortstoryproject.com]
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