Adolf Eichmann, alto jerarca nazi durante la Segunda Guerra Mundial y principal artífice de la « Solución Final », vivió y trabajó en Tucumán tras escapar de Alemania. El escritor tucumano Marcos Roszenvaig reconstruye en su nuevo libro cómo fueron los años del criminal nazi en nuestra provincia
En 1949 (la fecha es imprecisa) un
hombre flaco y de aparente carácter dócil se instaló junto a su esposa y
sus tres hijos en un paraje llamado Las Estancias, ubicado en el límite
entre la provincia de Tucumán y Catamarca.
El hombre respondía al nombre de
Ricardo Klement (por lo menos, eso atestiguaban sus papeles) y llegó a
este rincón del país para trabajar en una empresa Capri, encargada de
realizar los primeros estudios para la concreción del proyecto Potrero
del Clavillo.
Sin embargo, nadie imaginaba que ese
hombre de buenos modales y bajo perfil era uno de los personajes más
siniestros de la historia. Su nombre real era Adolf Eichmann,
y se había desempeñado como oficial y criminal de guerra de alta
jerarquía en el régimen nazi durante la segunda Guerra Mundial. Eichmann
había sido el ideólogo de la “Solución Final”, que secuestró y exterminó a seis millones de judíos que vivían en Europa.
El profesor y licenciado en Historia Eduardo Vela,
quien conoció personalmente al jerarca nazi en Concepción, reconstruyó
algunas anécdotas en una entrevista brindada al semanario “200”, de la Asociación de Presa de Tucumán, en mayo de 2018.
Según contó en aquella oportunidad, el
proceso que terminó con la captura de Eichmann se gestó en nuestra
provincia. El mayor de los hijos del jerarca nazi visitaba seguido la
ciudad de Concepción, donde trabó amistad con un hombre conocido como “El Loco” Pena. Pena tenía una condición médica por la que era tratado por el psiquiatra Arturo Gelsi, hermano del exgobernador de Tucumán, Celestino Gelsi.
En una entrevista, Pena le cuenta a su psiquiatra que había entablado
amistad con el hijo de un alto oficial alemán. Arturo le transmite el
dato a su hermano Celestino, quien junto a un diputado ligado a la
Comunidad Judía Argentina rastrearon los expedientes de Eichmann y
enviaron sus datos a Austria. Allí se inició el operativo para
deportarlo a Israel, donde fue juzgado y condenado a la pena de muerte
el 15 de diciembre de 1961.
Este domingo, el sitio Infobae publicó en su sección Cultura un fragmento de “Querido Eichmann”, la novela del escritor tucumano Marcos Rosenzvaig que
relata cómo fueron los días del oficial nazi en nuestra provincia y en
Catamarca, mientras participaba del proyecto de construcción de una
represa.
A continuación, el fragmento de “Querido Eichmann”, la apasionante novela histórica de Rosenzvaig:
La celda era un dado sin cielo. Adolf Eichmann
hubiese deseado rodar la noche entera, supongo, pero no fue así, porque
ese 31 de mayo de 1962 la noche goteó lenta. Y probablemente él la haya
pasado al borde de la cama paladeando su vino. Ese había sido el último
deseo del condenado. Dos días antes, el 29 de mayo, escribió una
solicitud de clemencia dirigida al presidente israelí, Reuven Rivlin, y
algunas cartas a su esposa Vera y otras a sus hijos. Tuvo la intención
de escribirle a su hermana Irmgard, pero a último momento sintió que
ella no lo merecía. Se la imaginó en la hoguera y se vio a él mismo como
un Judas en el cadalso. La diferencia era que Judas se ahorcó por
decisión propia, en cambio él debía soportar las decisiones ajenas.
Hacía calor y las lagartijas estaban de
festejo, eso creo, porque en Israel la mayor parte del tiempo hace
calor. Tanto las estrellas como las lagartijas tenían bloqueado el paso a
su celda. Esa noche, el único habitante del dado ciego se aseguró de
que nadie lo observara y –supongo, solo supongo– que se bajó en secreto
los pantalones para corroborar la limpieza de sus calzoncillos. Se
hubiesen reído de él al mirar nubecitas marrones después de muerto. Es
sabido que a los ahorcados se los desnuda para darles sepultura. Al
menos él creía que sería sepultado, como un hombre. Pero creyó mal. La
realidad indica que fue quemado como un bicho cerca de un farol, sus
cenizas arrojadas bien lejos de Jerusalén, en el mar Mediterráneo.
El silencio de la cárcel de Ramala era
casi perturbador, supongo. Para otros, una invitación a pensar, pero él
no tenía esa costumbre, pues su rutina era obedecer. Sin embargo, esa
noche, sentado en el camastro, balanceando las piernas como un niño
carcomido por la duda, imagino que pensó en la soga apretada, anudada a
la garganta. Le resultó raro estar con la camisa desabrochada y, cuando
el botón de arriba se deslizó entre sus manos, ese gesto le hizo
elucubrar preguntas censuradas: ¿Cómo sería quedarse asfixiado por una
cuerda? Él prefirió siempre el anonimato antes que ser el primer actor
ante una audiencia.
El pedido de clemencia había sido
denegado y ya no le quedaba más que esperar dos horas; después vendría
el esparto largo, duro y resistente para que sus piernas bailoteen en el
aire ante una multitud de espectadores que lo observarían en vivo y en
televisión. Eso al menos fue lo que imaginó: había visto hombres
ahorcados. Lo que ignoraba hasta ese momento era que le atarían las
piernas.
Tenía cincuenta y seis años. Los
zapatos esperaban a un costado de la cama, ordenados en un cuadrante del
piso. Un tanto cansado de aguardar el final, se levantó hasta rozar las
rejas y aplaudió con ambas manos para exigir la presencia urgente de su
carcelero. Lo escuchó llegar lento, arrastrando los zapatos gordos
hasta pararse frente a él. Eichmann, reja de por medio, lo abordó con
una pregunta indecisa. Casi tartamudeó su persistente inquietud con
respecto a la distancia que mediaba entre la celda y el patíbulo. El
guardia miró hacia ambos lados, se aseguró de que nadie lo viera y lo
escupió certero en el rostro. Eichmann regresó humillado a su cama y se
dispuso a continuar la espera; al mismo tiempo pensó que le hubiese
convenido haber estado en el juicio de Núremberg. Pero a quién se le
hubiera ocurrido que un comando israelí llegaría a la Argentina para
secuestrarlo.
¿Estará lloviendo? Las piernas
bailotearon sin otro oficio que la espera, hasta que escuchó pasos
ligeros por el corredor. Eran los pasos de otro guardia. Se despidió con
un largo sorbo de vino. Supuso que era la hora, que lo venían a buscar,
y aprovechó para colocarse los zapatos. Pero no, era un sacerdote
protestante con un Cristo espantado colgado del cuello y cayendo en el
centro de sus hábitos. El reverendo William Hull entró en la celda y
Eichmann lo recibió mudo. El reverendo permaneció en el centro como un
domador de leones. Eichmann ni lo miró. Estaba enojado. ¿Con Dios? ¿Con
el mundo? ¿Con la injusticia de los hombres? El clérigo abrió el libro
en un intento por sosegar al león. El reverendo lo detuvo con la mirada y
le propuso leer juntos la Biblia. Eichmann se sintió avergonzado,
supongo, y se negó a hacerlo alegando que él no era cristiano y que no
creía en la vida después de muerto. Tomó un sorbo más de vino ante la
mirada impávida del reverendo y dijo: “¡Hasta que se rompan las copas!”.
Supongo que fue una ironía o una vulgar frase dicha en tiempos felices
entre bebedores. Se estudiaron antes de que el religioso llamara al
guardia. No tardó en llegar. Se lo veía más joven que el anterior. Le
abrió la puerta y el reverendo se esfumó dejando en el aire un tibio
olor a misales. Eichmann aprovechó para preguntar, esta vez de lejos,
cuál era la distancia que había entre la celda y el patíbulo.
–Cincuenta metros –afirmó el guardia con una sonrisa y cerró la puerta.
Eichmann se quedó ensimismado
calculando la cantidad de pasos que abarcaban cincuenta metros. Desde
niño contaba los pasos de la casa a la escuela, el hábito lo continuó de
grande cuando abordó la disciplina de la oficialidad, enumeraba los
pasos que distaban desde el crematorio de Auschwitz hasta el cuartel de
oficiales, y en Buenos Aires contaba 525 pasos desde el descenso del
colectivo hasta su casa. La última noche llegó al número 315, lo
interrumpieron unos agentes israelíes. Lo alteraba cuando en el medio
del conteo alguien lo llamaba. Hacer dos cosas inconexas al mismo tiempo
resultaba algo que lo superaba hasta dejarlo exhausto.
Sentado en el camastro improvisó la
cuenta calculando el tamaño de un paso mediano, ni pequeño temeroso ni
grande y ansioso; se imaginó la caminata de un mártir dando cincuenta y
ocho pasos rumbo a la gloria, un santo incomprendido recibiendo todas
las flechas envenenadas por quienes se negaron a advertir que no es lo
mismo ser un administrador de la muerte que un vulgar asesino. Jamás lo
entenderán. Llegará un tiempo en que la historia no solo me perdonará
–piensa Eichmann– sino que me cubrirá de honras. Será el día en que los
pueblos comprendan que incinerar a los judíos es una prenda de paz.
Supongo que se hinchó de autoelogios para después pararse enhiesto, con
la mandíbula hacia adelante, como un oficial nazi decidido a recibir a
sus verdugos con la mayor altanería posible.
Se me acusa de ser un genocida, pero si
lo único que hice fue matar la invisibilidad de los muertos. Qué pudo
haber de malo en firmar documentos y organizar los envíos de cientos de
miles de personas en trenes. En tal caso me deberían acusar de haber
sido un mal administrador, pero a un hombre que yerra en la contabilidad
se le asigna un castigo de menos de cinco años; jamás la horca.
–El mundo se volvió loco. ¿No le parece? –dijo hablándole a las paredes de la celda.
Se sorprendió divagando solo y, justo
en ese instante vergonzoso, sintió los pasos de varias personas
acercándose. Tres de ellos eran guardias. Los esperó erguido, con los
zapatos puestos, el mentón hacia adelante y el botón superior de la
camisa abrochado. La puerta del calabozo se abrió en cámara lenta. Tuvo
tiempo de beber el último sorbo de vino. Las manos de esos hombres eran
gigantes. Permaneció mudo. Uno de ellos se acercó para llevar sus brazos
hacia la espalda y atarlos. El otro preguntó: “¿Vamos?”. Él asintió con
la cabeza y se dispuso a caminar, no sin antes contar minuciosamente
los pasos. El conteo comenzó con los cuatro pasos, desde la cama hasta
los barrotes, tuvo tiempo para observar la cama tendida, y el frío de un
dado envenenado. Conjeturó que otro hombre lo ocuparía al día
siguiente, pero abandonó ese pensamiento por el temor de olvidar los
pasos dados. Había calculado que desde la celda hasta el patíbulo daría
58 pasos. Cuando dio el número cinco, se detuvo para recomponerse,
siempre erguido y con la mandíbula hacia adelante. Dos de los guardias
lo llevaron sujetando sus brazos; no obstante, él continuó en silencio
el conteo calculando un paso de tipo mediano. Al llegar finalmente al
58, detuvo el conteo y levantó la cabeza: ahí estaba el patíbulo.
Todavía restaban, aproximadamente, unos doce pasos. Los contó con el
orgullo herido. Los tres guardias detuvieron su marcha para atar las
piernas a la altura de los tobillos y luego las rodillas. Eichmann pidió
que le aflojaran las ataduras. Los guardias lo hicieron y le
preguntaron si prefería una caperuza negra. Él se resistió y finalmente
observó el reloj en la pared que marcaba las once y cuarenta y cinco.
Miró al auditorio, a los guardias, la soga colgando. Lo subieron al
estrado y pusieron la soga alrededor de su cuello. Le preguntaron si
quería decir algo. Con voz calma y monótona dijo: “Dentro de muy poco,
caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los
hombres. ¡Viva Alemania!
¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca las olvidaré”. Supongo, solo
supongo, que a los que asistieron les fue imposible olvidar ese 31 de
mayo, más aún cuando observaron cómo convulsionaban las piernas del reo.
Después quedó colgado largo rato, goteando, como una sábana sucia.
[…]
Todavía confuso, envuelto en esos
sueños que arrastro desde siempre, miro por la ventanilla de la
camioneta empapado de sudor, y observo que la rueda del Studebaker
camina bordeando el infarto del precipicio. Me pregunto si el que
conduce tiene buena visión. La cuesta es empinada. No lleva lentes y la
resolana es fuerte. Estamos en otoño y una capa espesa de hojas secas
colorea la tierra y es como si de ella saliese un humo que persiste a la
altura de las rodillas. La tarde en su caída trae un rocío leve de sol.
De a poco, el viento ayuda a la visibilidad despejando a medias las
nubes de la cumbre. Tengo los pies helados. Me hago un ovillo. Mal
dormido y mal comido, exijo al chofer que cierre la ventanilla. Lo hace a
desgano y argumenta que el aire fresco le impide dormirse.
–Me dicen el Tucu –explica con el
camino en los ojos y sonriendo con petulancia. Tiene los brazos grandes y
las uñas sucias. Canta golpeando las manos sobre el volante.
–¿Le gusta la chacarera?
–No sé qué es.
–¿Usté es alemán? ¿Qué no? ¿Apolilla lindo? ¿Qué no? ¿Tení miedo del camino, chango?
En Alemania
lo hubiese mandado a fusilar por impertinente, pero antes de matarlo,
con la vejiga bien llena, hubiese orinado sobre él. Pero estoy en la
Argentina. Me abstengo de contestar.
–Miravé, chango, que hasta a nosotros nos da cagazo este camino. Acá se han hecho pingo más de uno, compañero. ¿Cómo ti llamá?
–¿Yo? –desconcertado, demasiado
dormido, llevo la mano con urgencia al bolsillo interior del saco, palpo
la existencia de mi documento de la Policía Bonaerense número 1.378.538
y me quedo pensando cuándo y la manera en que conseguí en 1948 un
certificado de identidad en la ciudad de Termeno, en el instante en que
pasé a llamarme Ricardo Klement: soltero, natural de Termeno, de
profesión mecánico en el norte de Italia, con un documento que tenía dos
años de validez, razón por la que huí rumbo a Buenos Aires. Todo pasó
tan rápido. Llegué a lo más alto y descendí a la misma velocidad. Mi
padre fue amigo de Ernst Kaltenbrunner, él fue quien auspició mi ingreso
al Partido Nacionalsocialista Obrero. Fui transferido a Berlín en 1934,
a la sección de judíos. Mi ascenso fue vertiginoso. Para alguien como
yo no resulta difícil estar y ser como el común de la gente. Catorce
años después me embarqué en Génova junto a otros dos SS en el Giovanna
C; en total viajábamos unos quince oficiales que escapábamos de Europa.
El barco atracó en el puerto de Buenos Aires el 14 de julio de 1950,
dejo escrito en mi cuaderno.
–¿Le pasa algo, don?
–No, no. Ricardo Klement –digo
desafiante como para que en el resto del viaje no me vuelva a hacer
preguntas. Pero no acusa mi modo.
–¿Y cómo te llaman?
–¿A mí? –pienso con orgullo en los
distintos apodos con los que me bautizaron durante la guerra: “el zar de
los judíos”, “el káiser de los judíos de Doppl” y hasta me llegaron a
llamar “el papa de los judíos”.
–Klem, me llaman Klem.
–A mí, me dicen el “Tucu”. ¿Le gusta Tucumán, don Klem? –dice el chofer mirándome por el espejito, al mismo tiempo que introduce hojitas verdes en la boca.
–¿Qué cosa come?
–Coca. ¿Quiere?
Tiene el buche hinchado como con un flemón.
–No, gracias.
–Allá no tienen estas montañas, ¿Qué no?
Hago que me duermo, pero él continúa un
poco hablando para mí y otro poco para él. Mi mano vuelve al bolsillo
interior del saco para acariciar el documento.
–Miravé, Klem, acá no llegan ni los burros.
No le contesto. Se da cuenta de mi silencio e insiste.
–¿Y la obra avanza?
–No sé nada, aun no llegué –digo de
manera parca y agrego que la obra se llama Potrero del Clavo. Lo observo
a través del espejo. Tiene la cara demacrada, un tanto amarilla y
comida de barba; podría tener hepatitis, una enfermedad sumamente contagiosa.
–¿Falta mucho?
–Ahicito, nomá. Ustedes, si me permite,
maestro, son churo para hacer puentes y construir los diques, pero no
se metan más en guerras. –Lo escucho. Mi rúbrica es ser anónimo–. Yo lo
voy a dejar unos kilómetros antes. Muy difícil llegar hasta allí. No hay
caminos, don. Yo le he dicho a unos changos para que lo esperen. –En
ese momento nos detiene la marcha un grupo grande de gente que llevan
algo en los hombros y que ocupan el ancho del camino.
–¿Qué es eso?
–Nuestra Señora del Valle, ¿ha visto qué bonita? Morenita como estos indios. ¿Qué no?
La Virgen es pequeña y está resguardada
por un receptáculo de cristal. El sonido de los bombos hace eco entre
los cerros y lo acompañan algunos violines y una armónica.
–¡Mal hoyo! Espéreme aquí.
El Tucu desciende del auto y se mezcla
entre la gente para dejar un beso a las paredes de cristal que preservan
a la Virgen. La bovedilla es tan grande que bien podría encerrar a una
persona allí dentro. A veces tambalea peligrosamente. A la Virgen la
sostienen los hombros de unos ocho costaleros, todos se internan en la
montaña hasta desaparecer.
[Fuente: www.eltucumano.com]
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