quarta-feira, 5 de julho de 2017

Maestros contra la RAE: la revolución ortográfica que no fue





Escrito por ANA BULNES
A principios de mayo de 1844, algunos periódicos españoles se hacían eco de un Real Decreto que ordenaba a los maestros de primeras letras enseñar a escribir «con arreglo á la ortografía adoptada por la real academia española». Además, «habiéndose notado que los mismos maestros en general cometen graves faltas en este punto», se avisaba de que en sus exámenes la ortografía empezaría a ser objeto «de un rigor especial, no aprobándose sino los que la tengan perfecta».
Y con esto, entre guerra carlista número uno y guerra carlista número dos, Isabel II puso fin a una rebelión que llevaba años fraguándose y que, de haber triunfado, habría hecho que esto estuviese escrito de una forma muy distinta: una reforma radical de la ortografía española.
El origen más directo de esa rebelión de los maestros puede rastrearse hasta el 26 de febrero de 1841. Ese día, El Eco del Comercio, uno de los diarios liberales más importantes de la época, publicó en portada un artículo firmado por Fileto Vidal y Vicente, un abogado de Zaragoza que proponía continuar con la reforma que ya había eliminado de los textos castellanos letras como la equis (para el sonido de nuestra jota) o los dígrafos ph para /f/ y ch para /k/ (el cambio de Christo a Cristo). 
«¿Por que son tan exactos y tan fieles con la etimolojia de unas voces y tan poco escrupulosos con la de otras como Pharmacia, Philosofia, Theatro, etc.?», se preguntaba, proponiendo eliminar otras letras que habían perdido sentido.
Su propuesta era sencilla: deshacerse de las letras inútiles o redundantes. Fuera la hache (ese «espantajo inútil»), la uve, la ce (se introduce la ka para el fonema /k/, el resto se escribe con zeta), la ‘qu’ y la necesidad de escribir ‘gu-‘ para conseguir el gutural suave cuando la ge va con e o i.
Su argumento era el clásico del ideal ortográfico en el que la lengua se escribe como se pronuncia —algo que, por otra parte, defendía ya entonces la RAE y por eso se habían introducido esas primeras reformas—, además de un extra patriótico que cargaba contra la teoría etimologista: «¿pues qué, tan buen recuerdo es el que nuestro idioma se deriba del latin, del godo y arabe? Pues es el recuerdo de nuestra debilidad, de nuestra esclavitud y de nuestra ignominia».
El abogado aragonés no fue el primero ni sería el último en proponer algo similar. Ya en 1492 la Gramática castellana de Antonio de Nebrija (la primera gramática dedicada a esta lengua) defendía que debíamos «escrivir como pronunciamos i pronunciar como escrivimos» y en el siglo XVII el humanista Gonzalo Correas hizo su propuesta con la publicación de la Ortografia Kastellana nueva i perfeta. Casi contemporánea a la de Vidal —y en la que se cree que se inspiró—, la llamada «ortografía de Bello» quiso lograr esa correspondencia exacta entre pronunciación y escritura, y llegó a ser (parcialmente) la ortografía oficial en Chile durante 83 años.
El artículo de Vidal no cayó en saco roto: en los siguientes meses fueron apareciendo en distintos diarios, pero sobre todo en el propio El Eco del Comercio, reacciones a su propuesta, casi todas a favor. El único que se despachó en contra a gusto fue un lector que firmó su respuesta como «Orensano».
Esgrimía como principales argumentos que, si bien era necesaria una reforma con retoques que evitasen las «inconsecuencias formales y materiales» que había en el momento, si se procediera a aprobar cambios radicales como los de Vidal, en 40 años «serian muy pocos los que leyesen los libros que poseemos», con lo que se aislaría «una inteligencia que ahora todos tenemos y podemos conservar solo á costa de continuar enseñando á los niños el valor de media docena de letras».
Además, defendía que el latín era útil para el mundo de la ciencia y la lengua escogida por «nuestra santa madre iglesia» para la liturgia. «Con las reglas de vd., los que no hayan de dedicarse á las ciencias, (…), se verán privados de aprender el ayudar á misa», aseguraba, comentando que en realidad la ortografía castellana ya era la envidia de los extranjeros por su sencillez y animando a Vidal a «dirigir á los franceses esa pretension de que emprendan una revolucion en su ortografía, que tienen grave necesidad de ella».

La dificultad de enseñar la be y la uve

Las del Orensano fueron unas de las pocas palabras en contra que surgieron contra la propuesta de Vidal, que encontró en cambio en el sector de los maestros un apoyo casi incondicional. Ya el 17 de marzo de 1841, poco después del artículo, Francisco del Palacio Gómez animaba a los profesores de primeras letras a unirse «para ber si conseguimos llamar la atencion de la academia nacional»; y el mismo día de la publicación del Orensano un tal P. S. de B. proponía cambiar la ka («más difícil, tan poco usada y casi estraña á nuestra lengua») por la ce siempre para ese sonido fuerte y «dar a la sola h el sonido de ch», librando así «a la h de eterna esclavitud». Además, apelaba a maestros, individuos de comisiones superiores y locales de instrucción primaria y a impresores a empezar a usar la ortografía reformada.
Los maestros basaban su apoyo en la dificultad de enseñar una ortografía casi sin reglas y ver «los apuros de la infanzia i el grandísimo trabajo ke se nezesita emplear para inkulkarla los primeros elementos del saber», según un informe leído en la asociación de maestros de León en noviembre de 1842.
Esa reunión de profesores fue el primer paso de rebelión oficial. «No estamos bajo un gobierno liberal?», se preguntaban, «¿se nos podrá pribar por bentura ke eskribamos komo nos akomode?». Continuarían enseñando la ortografía oficial, decían, pero les impondrían el nuevo sistema a los alumnos justo antes de graduarse, «rekomendándoles y akonsejándles ke kuando eskriban á sus amigos lo agan kon arreglo á dicho sistema».
Los profesores no fueron los únicos en adoptar la nueva ortografía. A finales de 1842, tanto el propio Fileto Vidal como un tal J.J. se hacen eco con alegría del hecho de que un impresor, D.A. del Artiedal, haya empezado a publicar las poesías de Fray Luis de León adaptadas al nuevo sistema, y Vidal llama a los medios a ser los próximos en hacer el cambio. «¿Ce temen pues los demas? ¿La nota de ignorantes?», se preguntaba.
En 1843 la reforma continuó ganando adeptos. Desde profesores universitarios, como el doctor y catedrático Víctor Zurita (Bíctor Zurita en la nueva ortografía), hasta medios como el Semanario de la instrucción pública (no es casualidad que sea el medio de los maestros) fueron uniéndose a la revolución ortográfica.
Estos últimos hicieron el cambio oficial en marzo de ese año, para mantener la coherencia con la asociación de maestros. «Abiendo resuelto la academia literaria zentral del instruczion primaria ce es llegado el tienpo de enprender la reforma en su totalidad, no estaria bien ce nosotros ce emos dado ejenplo en este asunto, siguiésemos indiferentes aora», decían en un comunicado.
Hay poco publicado sobre el tema durante el resto del año en los medios que se conservan en la hemeroteca digital de la Biblioteca Nacional, pero se supone que la reforma continuó avanzando a buen paso y que los maestros empezaron de verdad a enseñar esa nueva ortografía, lo que obligó a Isabel II a intervenir en 1844 a golpe de decreto, por petición del Consejo de Instrucción Pública.
Rebelión y decreto tuvieron un efecto colateral: la RAE dejó de ser lo flexible y abierta a reformas que había sido hasta entonces. Entre 1741 y 1844 hubo nueve ediciones de la Ortografía de la lengua castellana; desde ese año hasta ahora, únicamente siete más. Quizá si los maestros no se hubiesen rebelado, la academia hubiese ido avanzando en su tarea reformista. I cizá entonzes aora escribiríamos así i nos parezería lo más normal del mundo.
[Fuente: www.yorokobu.es]

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