Texto de JORDI REVERT
(“Kaze tachinu”, Hayao Miyazaki, 2013)
Cuando un maestro del cine anuncia su retirada, su último trabajo a menudo activa en el crítico la búsqueda de signos que confirmen el tono elegíaco o la señalen como ese canto del cisne que otorgue emotivo cierre a su filmografía. En el caso de Hayao Miyazaki, artífice de algunas de las películas animadas más importantes de las últimas décadas,
lo fácil sería decir que, tras su incursión con la exultante infancia
de “Ponyo en el acantilado” (“Gake no ue no Ponyo”, 2008), “El viento se
levanta” es, efectivamente, esa obra de aires melancólicos y cierta
amargura adulta a modo de adiós.
Pero lo cierto es que “El viento se levanta” es una despedida en la que la fascinación puede encontrar muchas más fuentes más allá de lo crepuscular.
La última película de Miyazaki es, extrañamente, aquella en la que el
director parece haberse distanciado de los cauces con los que mantenía
una correspondencia con su público: de hecho, es la que parece pasear a
lo largo de su cine y contemplar sus diversas manifestaciones sin
detenerse en ninguna en concreto. En ese paseo, la infancia abandonada
de “Mi vecino Totoro” (“Tonari no Totoro”, 1988) es un apunte a pie
de página que representan tres niños que esperan en la calle; el
tránsito de la heroína femenina de la infancia a la madurez que
articulaban “El viaje de Chihiro” (“Sen to Chihiro no kamikakushi”,
2001) y “El castillo ambulante” (Hauru no Ugoku Shiro, 2004) queda
omitida entre la primera y la segunda aparición de Nahoko; y la
conciencia que señala hacia la destrucción que el ser humano ejerce
sobre la naturaleza, tan presente en “Nausicaä del Valle del Viento”
(“Kaze no tani no Naushika”, 1984) y “La princesa Mononoke”
(“Mononoke-hime”, 1997), aquí funciona únicamente como trasfondo y bajo
las sombras amenazantes de la II Guerra Mundial.
Lo que
ocupa el centro es otra cosa. Es algo muy hermoso, la renuncia a volver a
los caminos de la fábula para ensimismarse observando la vida. Tan febril, tan efímera y tan imprevisible, tan diluida en los sueños y esperanzas del joven ingeniero aeronáutico
Jirô –Miyazaki mismo, entregándose a una expresión pletórica y soñadora
de su amor por la aviación–. Nunca como aquí el cineasta había
abandonado la posición de narrador activo y transformador de su mundo
para ser un testigo que reflexiona en voz alta y lírica sobre ese fugaz
milagro. La narración se convierte en un mero soporte de una deriva
poética que se inicia con un verso de Paul Valéry y se extiende
a través de un dibujo siempre delicado y rebosante de sensibilidad: en
la sangre que se confunde con los colores de un lienzo, en una sombrilla
errante que certifica la pérdida, en la actitud invencible de su
protagonista frente a un horizonte progresivamente oscuro, en la melodía
inolvidable –otra más– compuesta por Joe Hisaishi… Pero sobre todo, en
el viento. El viento orquesta la historia de amor más bella del
cine de Miyazaki, un romance frágil y heroico que se empieza a construir
con un sombrero cogido al vuelo y concluye con la sobrecogedora certeza
que llega con una ráfaga y una mirada inquieta de Jirô al vacío del
encuadre. En esa ráfaga pasa la vida, ese destello, y el viento
sigue su camino en busca de otras vidas y amores, mientras en nuestra
memoria quedan aquellas que nos recorrieron.
[Fuente: www.efeeme.com]
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